Con la esperanza en pausa

El desgaste emocional frente a una política que se recicla sin renovarse, un clima social frágil y una esperanza en pausa. Una mirada personal honesta sobre lo que se rompe, lo que se repite y lo poco que todavía nos impulsa a seguir mirando hacia adelante.

Hay días —como hoy— en los que siento que la realidad me queda grande. Que no puedo analizar nada, que las palabras no salen, que cualquier intento de interpretar la coyuntura nacional o internacional se me desarma entre las manos. Me encuentro decaída, sin motivación, como si el país entero se hubiera convertido en una cinta transportadora que repite siempre lo mismo, aunque cambien los actores, los slogans o los escándalos del día.

Me pregunto si soy yo, si es mi propio cansancio, o si esta sensación de agotamiento también la respira la ciudadanía en general; esta mezcla de hartazgo, decepción y una tristeza que se pega al cuerpo como humedad.

Los fines de año siempre operan como un espejo incómodo, esto de invitar a brindar por lo nuevo, pero con la obligación de mirar la nube negra que arrastramos desde hace tanto. Miro alrededor y veo lo que veo: no estamos bien. Y lo sabemos. No estamos bien como sociedad; algo se rompió, y no sé si sabemos cómo recomponerlo. La empatía se volvió un lujo, y el amor —el amor social, el de la convivencia, el del otro como semejante— parece haberse extraviado en algún recodo del camino.

Y miro la política y la veo como una torre de naipes españoles. Vieja, inclinada, sostenida por pactos que ya nadie cree, por promesas que no inspiran siquiera indignación. Leía un artículo de hace unos años, donde planteaba, sin anestesia, que tenemos un sistema político agotado, autorreferencial, más concentrado en reproducirse a sí mismo que en ofrecer respuestas reales. Un mecanismo que opera como mercado, administrado por corporaciones que compiten entre sí sin mirar a los costados, mientras la ciudadanía mira con desconfianza, miedo y una creciente sensación de abandono. ¿Cómo no sentir que todo se repite? ¿Cómo no experimentar esta mezcla de desánimo y lucidez amarga cuando pareciera que nada puede ser distinto?

Las candidaturas van y vienen, los discursos se reciclan, las promesas se multiplican, y una parte de la sociedad —cansada, descreída— sigue esperando que algo mágico ocurra y, sin que sepamos cómo, esta larga decadencia empiece a revertirse. Pero lo mágico no llega, y quizá lo más cruel sea que ya no esperamos que llegue.

La ciudadanía no está harta solamente de los errores, está harta de la sensación de que nada cambia, de que ninguna fuerza política se hace cargo del derrumbe, de que la ética se volvió una palabra decorativa y el bien común un eslogan vacío. Estamos cansados de escándalos que se apilan unos sobre otros, de dirigentes que repiten la palabra “responsabilidad” pero se la exigen siempre a otros, nunca a sí mismos. La política, esa que debería protegernos, contenernos, construir horizontes, hace tiempo que dejó de cumplir con esas funciones. Y entonces el enojo crece, la apatía se profundiza y el desconcierto se convierte en la emoción dominante del clima social.

Quizás esta columna no sea un análisis, claramente no lo es. Tal vez sea apenas un suspiro o un testimonio del estado emocional que muchos compartimos sin animarnos a decirlo en voz alta. Estamos agotados y con la esperanza en pausa.

Pero escribirlo también es una forma de resistencia. Es decir: sí, estoy cansada. Sí, siento que todo es lo mismo. Sí, miro a mi alrededor y veo una sociedad lastimada, y un sistema político más preocupado por sobrevivir que por servir. Y aun así, acá estoy. Acá estamos. Quienes escribimos, quienes leemos, quienes intentamos, aunque sea con una columna, armar sentido en medio de tanto ruido.

Quizás el primer paso sea admitirlo, no estamos bien. Y tal vez, desde esa sinceridad brutal, podamos empezar a reconstruir algo. Porque incluso en los años difíciles, incluso cuando todo parece repetirse, algo en nosotros insiste en volver a mirar hacia adelante. Y eso —aunque duela— también es política.

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