Contra las voces que no obedecen

En esta Argentina, los agravios ya no son deslices ocasionales. Son parte estructural del ejercicio del poder. Ya no se ve a un presidente desequilibrado o con estallidos emocionales, sino una estrategia deliberada donde el insulto opera como instrumento de control político y disciplinamiento social.

Ilustración: Gabriel Jure

¿Qué hay detrás de un insulto presidencial? ¿Solo un exabrupto? ¿Un rapto de furia o una estrategia quirúrgica? En Argentina, el país del tango y las pancartas como instrumentos del lenguaje, hoy nos posicionamos ante una escena teatral que bien podría titularse “El monólogo del monarca iracundo”. Pero no estamos ante Shakespeare; estamos ante Milei.

Escribo esta columna desde el cansancio, el agravio y la violencia se vuelven rutinas y no lo puedo tolerar. Esta vez, el blanco fueron dos periodistas mujeres, Julia Mengolini y María O’Donnell. Pero, en realidad, podría haber sido cualquiera, o mejor dicho, cualquier mujer con voz. Y eso ya no es casualidad, es patrón.

El insulto no fue aislado, fue sostenido, amplificado, curado con IA y servido en bandeja en redes sociales. “Mandrila”, “llorona”, “incestuosa”; no son descalificaciones espontáneas, sino piezas de una maquinaria más compleja, más fría y peligrosa. La política convertida en deepfake, una vez más.

Durante siglos, la censura se aplicó con tinta roja y sellos. Hoy, se aplica con retuits. Lo que estamos viendo no es simple misoginia presidencial (aunque también lo es), es el uso del Estado como operador de un sistema de disciplinamiento digital. El trollcenter como nuevo Ministerio de la Verdad. ¿Será que la nueva inquisición no usa hogueras, sino hashtags?

“No odiamos lo suficiente a los periodistas”, frase consigna. Un faro para los suyos, un código de guerra. Y es por esto mismo que me pregunto: ¿Y si no es furia? ¿Y si es cálculo? ¿Y si Milei no pierde los estribos, sino que los usa como látigo? El analista Philip Kitzberger habla de una “irracionalidad administrada”. No es solo Milei desbordado, es alguien interpretando su papel. Un guion ensayado, que apela a un núcleo duro de seguidores que, en el fondo, no busca gestión sino venganza.

El presidente reposteó más de 65 veces un video de difamación sexual, atacando la integridad moral de una periodista con IA. ¿El objetivo? No desacreditar una idea, sino aniquilar la subjetividad de la emisora. Hay una liturgia en la humillación, se elige a la mujer, se le sexualiza la crítica, se le niega la legitimidad, se la castiga públicamente, se la revictimiza cuando intenta defenderse. Es un método. Lo dijo Mengolini: “La más mínima crítica lo vuelve loco”. Pero lo que en otro sería un rasgo clínico, en el Estado se convierte en política pública del odio.

Entonces, Milei no insulta periodistas. Lo que hace es romper el espejo que lo obliga a ver lo que no quiere, sus errores, sus contradicciones, su falta de respuestas. Y como en todos los cuentos clásicos, romper el espejo no borra la verdad, solo la deforma. Pero cuidado: toda deformación es contagiosa. Para cerrar, quizás la pregunta no sea por qué Milei insulta, sino por qué estamos normalizando que lo haga. ¿Cuánto más podemos tolerar antes de que los gritos tapen todo? ¿Antes de que el insulto deje de ser noticia? Porque cuando el insulto es rutina, la democracia ya no se defiende.

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