Demandas en tiempos de anarcopopulismo

El Estado, convertido en villano, es también indispensable. Se lo repudia en los discursos, pero se lo reclama en la vida cotidiana. Una problemática para investigar: negar aquello de lo que no se puede prescindir.

Ilustración: Gaju

En la Argentina de hoy la noción de Estado pelea una de sus peores crisis de legitimidad desde el retorno democrático, ya que, a diferencia de otros momentos, no se trata de un rechazo impulsado desde pequeños márgenes antisistema, sino desde una parte significativa de la base electoral nacional. El fenómeno actual ha introducido con radicalidad una visión que convierte al Estado en enemigo, en un Leviatán improductivo que solo existe para alimentar una casta parásita; esto calando hondo en segmentos sociales que históricamente demandaban su presencia; dato interesante.

Desde la teoría, el Estado moderno es, como señala Weber, “una organización política de carácter institucional y continuado en la que su aparato administrativo reclama con éxito el monopolio de la fuerza legítima para la realización del ordenamiento vigente” (1922). Pero, además, es una instancia de regulación, redistribución y organización colectiva de lo común. El Estado no es solo coerción, sino también es infraestructura, educación, salud, previsión social, transporte, seguridad jurídica, protección frente al mercado. Es decir, está presente incluso —y especialmente— cuando no se lo ve.

Sin embargo, entre amplios sectores del electorado argentino, predomina una visión instrumental del Estado como obstáculo. Exigen “la motosierra”, reclaman recortes, privatizaciones, ajuste fiscal, todo en nombre de una supuesta libertad entendida en términos de no interferencia (libertad negativa). En esta visión, el Estado es un gasto improductivo. Pero este rechazo se entrelaza, como ya algunos referentes políticos lo han advertido, con un problema insalvable; esos mismos votantes reclaman que no suban las tarifas de luz, que haya rutas transitables, que funcione el hospital, que se mantenga el subsidio al transporte, que el orden no se deteriore. No visibilizan que todos esos elementos —infraestructura, servicios públicos, contención social, control de precios— son precisamente funciones estatales.

Este fenómeno podría explicarse en parte por lo que Pierre Bourdieu llamaba “la mano izquierda y la mano derecha del Estado” (2002). Mientras la mano derecha (policía, recaudación, aparato punitivo) es vivida como coerción, la mano izquierda (educación, salud, cultura, asistencia) es vivida como derecho. Pero cuando esa mano izquierda se debilita o desaparece, no siempre se identifica su ausencia como una falla estatal, sino como culpa de un intermediario local o incluso como simple “decadencia social”. El Estado nacional se escurre del horizonte de los culpables visibles. En la actual coyuntura argentina, esto se traduce en una reterritorialización de las demandas. Es en los gobiernos locales —municipios y provincias— donde terminan acumulándose las exigencias que el gobierno central desatiende. Sin recursos, sin transferencias, con programas nacionales discontinuados o desfinanciados, los Estados subnacionales deben absorber el malestar.

Lo irónico es que muchos de estos votantes, que abrazan el ideario de la “libertad” como eliminación del Estado, terminan recurriendo —explícita o implícitamente— a sus formas más territoriales, es decir, al intendente que consigue una ambulancia o que garantiza la leche en el comedor. El Estado se invisibiliza como institución nacional, pero reaparece como gestor de cercanía. El problema es que este Estado fragmentado ya no puede ejercer regulación estratégica sobre la economía, ni garantizar igualdad de oportunidades, ni contener los efectos devastadores del mercado. Se transforma en un gestor de parches, en un articulador de urgencias, sin capacidad estructural de planificación.

La problemática es entonces doble: “se niega lo que se necesita y se exige lo que se ha contribuido a desmantelar”.

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