En política, la confianza no es un lujo, es puro combustible. Y cuando se apaga, no alcanza con empujar la máquina. En 2025, el Índice de Confianza en el Gobierno (ICG) perforó por primera vez el umbral de dos puntos, una señal que en la Argentina suele anticipar voto castigo. No es solo una raya en un gráfico; es un veredicto social sobre la credibilidad del oficialismo. En apenas dos meses, el indicador se desbarrancó alrededor de veinte por ciento y quedó debajo de la zona de seguridad.
Hay un momento —lo sabés cuando pasa— en que a un gobierno dejan de creerle. Desde ahí, ni siquiera las buenas noticias ordenan expectativas; los decretos ya no son promesas cumplibles sino algo más del mismo ruido con pocas nueces. Ese es el punto en el que entró la Rosada, el punto ubicado del lado incorrecto de la confianza.
El Índice de Confianza en el Gobierno (ICG) de la Universidad Torcuato Di Tella mide cómo evoluciona la opinión pública sobre la gestión nacional, ofreciendo un termómetro político clave. Su evaluación se basa en cinco dimensiones —imagen general del gobierno, percepción del bien común, eficiencia del gasto, honestidad de los funcionarios y capacidad para resolver problemas— y se expresa en una escala de cero a cinco.
En la práctica, cuando un gobierno supera el 2,5 suele tener buenas perspectivas electorales; entre 2 y 2,5 se mueve en una zona incierta; y por debajo de 2, la probabilidad de un mal resultado electoral aumenta. En los últimos meses, el ICG cayó un 20%, pasando de estar por encima de 2,5 a ubicarse por debajo de 2 (1,94), lo que marca un deterioro significativo de la confianza ciudadana. Este descenso revela un problema de credibilidad hacia el gobierno, clave en el escenario electoral y en la relación con la sociedad.

De cara a las legislativas, el oficialismo llega debilitado en su capacidad de interpelar más allá de su núcleo duro y con dificultades crecientes para retener apoyos en segmentos medios urbanos. La oposición, en cambio, encuentra en la caída de confianza un campo fértil para plantear una narrativa de “freno institucional” a la Casa Rosada.
Si la confianza en el gobierno funciona como proxy de la intención de voto, el oficialismo enfrentará una elección cuesta arriba, en la que los márgenes de maniobra estarán dados más por la fragmentación opositora que por la recuperación de adhesión social. La señal que deja el ICG es que el capital político de Milei se erosiona más rápido de lo que logra recomponerse, y esa fragilidad puede traducirse en las urnas en un retroceso legislativo que condicione severamente la segunda mitad de su mandato.
Lo cierto es que, pese a los datos arrojados por el índice o cualquier otra medición aleatoria, el gobierno ha sufrido algunos golpes, y todos en el mismo lugar. El primero, una economía errática. El gobierno celebró respaldo externo, pero el riesgo país volvió a trepar, aun con ese viento de cola. ¿Qué nos dice eso? Que el mercado no compra el relato, sino que vende bonos argentinos pese al aval de Washington. Eso se llama desconfianza.
Segundo, el “rulo” como política de Estado (aunque no lo quieran aceptar). Mientras faltan dólares, el propio sistema habilitó durante meses arbitrajes que drenaron miles de millones. Cuando lo cierran, llega tarde y mal, y encima se promocionó como “oportunidad”. ¿Cómo confiar si el Gobierno impulsa o tolera un mecanismo que vacía reservas y después lo vende como épica?
Tercero, las cuentas externas que no cierran. Si el tanque pierde nafta y además pedimos prestado, el mensaje a cualquier inversor es obvio: “yo ahí no entro”. ¿Qué hace la confianza frente a eso? Se va.
A esa sopa se le agrega la coreografía de idas y vueltas del equipo económico, como comprar o no reservas, mover encajes, tocar tasas, desarmar o reinventar rulos… una agenda que cambia de libreto según el día y la pantalla. La pregunta que ya circula en bancos y mesas de dinero no es técnica, sino política. ¿Qué va a hacer mañana Caputo? Si nadie puede responderla con una oración simple, la confianza, nuevamente, toma distancia.
Y sumemos otro golpe más al vaivén económico. La caída del ICG no solo castiga inflación y desorden; también castiga corrupción. El EspertGate —la denuncia por una transferencia de miles de dólares vinculada a Federico “Fred” Machado, con pedido de extradición por narcotráfico— perfora el corazón del relato anticasta. La campaña bonaerense sostiene a Espert como si nada hubiera pasado, al menos en agenda, mientras crecen las voces que piden su renuncia. ¿Qué traduce el público cuando ve ese cuadro? Que la vara de la honestidad es negociable. Y si la honestidad es negociable, todo es negociable.
Me surge la pregunta obligada, ¿qué miraremos a la hora de votar este 26 de octubre? ¿Coherencia? Si el Gobierno compra reservas hoy y mañana las diluye por arbitrajes tolerados, no hay épica que resista. ¿Resultados? ¿Bajaron precios, mejoró el crédito, se normalizaron obras y giros a provincias? Si la respuesta es “todavía no”, la confianza no vuelve por fe, vuelve por hechos. ¿Integridad? si la respuesta a denuncias graves es “operación”, y nada más, el oficialismo convierte cada día de campaña en un día de explicaciones. En comunicación política eso se llama agenda negativa.
No hace falta más teoría. Con un ICG bajo, riesgo país al alza pese al respaldo externo, drenaje de divisas por arbitrajes mal cerrados y un escándalo de financiación que roza a un candidato importante, el oficialismo llega a las legislativas con una confianza en rojo. Así, las elecciones no se jugarán en la promesa de futuro, sino en la magnitud del deterioro presente.
