El conflicto es la verdadera campaña de Milei

El 1 de marzo, Javier Milei convirtió la apertura de sesiones en un ring donde solo él pega. Con un discurso cargado de furia, desafió al Congreso, atacó a la oposición y dejó claro que su gobierno prefiere incendiar puentes antes que construir acuerdos. Afuera, su estratega en las sombras, Santiago Caputo involucrado en un episodio que reflejó que la violencia no es solo discursiva.

La apertura de sesiones del 1 de marzo no fue claramente una ceremonia institucional, sino un verdadero acto de guerra simbólica.  El presidente se dirigió al Congreso como si fuera una fortaleza enemiga y no el órgano legislativo con el que debe convivir. Su discurso no fue un balance de gestión ni una hoja de ruta legislativa: fue un manifiesto de batalla, un mensaje a su núcleo duro y una declaración de principios cargada de agresividad.

Milei, fiel a su estilo, optó por el tono provocador y la confrontación directa; provocó a sus adversarios, ridiculizó opositores y desafió al Congreso con una retórica incendiaria, dejando en claro que su gobierno no busca consensos, sino la imposición de un modelo que no admite grises. Fue un discurso para los suyos, para los convencidos, no para una nación entera con sus millones de ciudadanos y ciudadanas.

Pero lo más llamativo no fue solo lo que dijo, sino lo que no dijo. En casi dos horas de exposición, Milei ignoró por completo temas sensibles como salud y educación, dos áreas en estado crítico tras meses de recortes presupuestarios y parálisis institucional. No hubo un solo anuncio, ni siquiera una mención superficial. El mensaje implícito fue claro: no son prioridades para este gobierno, no están en la agenda. Esta postura tiene, sin dudas, consecuencias políticas; la educación y la salud son temas que trascienden ideologías y afectan a la mayoría de la población. Ignorarlos no hace que los problemas desaparezcan, sino que agrava la percepción de un gobierno desconectado de las necesidades reales de la gente.

Y mientras Milei libraba su batalla retórica dentro del recinto, su operador más enigmático, Santiago Caputo, protagonizaba una escena que dejó en evidencia el clima de tensión extrema que rodea al oficialismo. En un altercado con el diputado radical Facundo Manes, Caputo pasó de las palabras a los empujones, en un episodio que muestra que la crispación política no es solo un espectáculo mediático, sino una realidad que se traslada a los pasillos del poder.

Desde lo discursivo, el presidente reafirmó su relato basado en una idea central: el Estado es el enemigo, la casta es el obstáculo y su gobierno es la única alternativa al colapso. Desplegó una serie de datos económicos que, si bien reflejan algunas mejoras en términos macroeconómicos, contrastan con el deterioro evidente en la calidad de vida de los sectores medios y bajos.

En cambio, Milei celebró con entusiasmo el recorte del gasto público como un éxito incuestionable, sin detenerse en las consecuencias concretas de sus medidas. En su visión, el ajuste es expansivo y el sufrimiento de la población es un daño colateral menor dentro de un plan mayor. La realidad cotidiana de millones de argentinos quedó fuera del relato presidencial.

Pero más allá de los números, el tono fue lo que marcó la diferencia. Milei no fue un presidente explicando su gestión: fue un agitador arengando a sus tropas, como un influencer de la indignación. Su cierre, con la repetición de su ya icónica frase “¡Viva la libertad, carajo!”, no fue un gesto de unidad, sino la confirmación de que su gobierno no se desviará ni un centímetro de su lógica de confrontación. Es la libertad según Milei: un país donde la única voz que importa es la suya y donde el Estado no debe intervenir… salvo cuando se trata de clasificar a las personas con términos sacados de un manual psiquiátrico del siglo XIX.

La gran pregunta es si Milei tiene un plan de gobernabilidad o si su estrategia es simplemente sostener este modo como forma de gestión. Si su apuesta es el conflicto permanente, corre el riesgo de quedarse sin aliados y sin margen de maniobra, en un país que ya ha demostrado que los gobiernos sin acuerdos terminan chocando contra la realidad.

La historia argentina está llena de líderes que creyeron que podían gobernar en soledad. Ninguno terminó bien.

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