El golpe del golpe

El intento de Javier Milei de rediseñar la Corte por decreto murió como nació, en soledad institucional

El 7 de abril de 2025, Manuel García Mansilla firmó su renuncia como juez de la Corte Suprema de Justicia de la Nación. Fue una despedida que dejó tinta, doctrina y veneno diplomático. No por lo que dijo explícitamente, sino por lo que no dijo, por los nombres que no mencionó, y por lo que sugiere entre líneas: su salida es la prueba viviente de que el intento del presidente Javier Milei de rediseñar la Corte por decreto murió como nació, en soledad institucional.

Todo comenzó con una apuesta a todo o nada. Ante la falta de consensos en el Senado, Milei resolvió designar por decreto —y en comisión— a dos jueces para la Corte Suprema: Ariel Lijo y Manuel García Mansilla. Lo hizo amparado en una facultad del artículo 99, inciso 19, de la Constitución Nacional, pero en el límite de su legitimidad: ni urgencia real, ni receso parlamentario, ni consenso político. Fue un movimiento sin red. El Senado, en una sesión cargada de tensión política y constitucionalismo táctico, rechazó ambos pliegos. Lijo nunca llegó a asumir. García Mansilla sí: juró, votó (en contra de Lijo), y al poco tiempo, quedó solo, judicialmente cuestionado y políticamente rechazado​.

Y si el cuadro institucional no era lo suficientemente extravagante, Patricia Bullrich vino a decorarlo con fuegos de artificio: “Fue un golpe parlamentario”, sentenció la ministra de Seguridad, agregando que Mauricio Macri —su propio referente político hasta hace poco— “se juntó con el kirchnerismo para voltearle un decreto a Javier Milei”. Sí: para Bullrich, un presidente que pretende nombrar jueces de la Corte Suprema por decreto sin pasar por el Senado no está cometiendo un abuso institucional, sino siendo víctima de una conspiración.

“Me dio lástima porque es la vendetta. Está con bronca, entonces actúa por impulso y no por inteligencia”, dijo sobre Macri, con tono de exalumna despechada del club neoliberal. La frase resume bien la nueva normalidad del oficialismo libertario: el que no se somete, conspira; el que objeta, es parte de “la casta”; y el que vota distinto, golpea​.

Y así es como llegamos a una curiosa paradoja: para sostener que hubo un “golpe parlamentario”, hay que aceptar que hubo primero un intento de golpe institucional por parte del Ejecutivo. Un “golpe del golpe”. Milei no quiso forzar un acuerdo, sino forzar el sistema. No quiso convencer senadores, sino anularlos con un decreto. Y cuando el sistema respondió con sus propias reglas —el rechazo en el recinto—, lo leyó como traición, no como institucionalidad. La ministra Bullrich hizo lo que mejor sabe: disfrazar el autoritarismo con retórica de orden. Pero debajo de sus palabras late un dato más profundo: el gobierno no reconoce como legítimo ningún poder que no le sea funcional. Y eso, en una república, no es una excentricidad libertaria. Es un problema sistémico.

La renuncia de García Mansilla no fue solo un acto de dimisión, sino una intervención intelectual. A lo largo de siete páginas, defendió la constitucionalidad del decreto, criticó el “espejismo institucional” de una Corte de tres miembros, denunció la “indolencia política” del Senado, y hasta se permitió un repaso gramatical para justificar sus dichos del pasado. Citó incluso a la Real Academia Española, no para pedir disculpas, sino para demostrar que sus palabras fueron tergiversadas por senadores “que eligen cuestionar en lugar de involucrarse”​. Pero lo más significativo está en lo que no dice: ni una crítica a Milei. En cambio, dispara con precisión quirúrgica contra el Congreso y contra “los sectores que no quieren jueces independientes”. En su lógica, el problema no fue el decreto, sino la política que no supo comprender su urgencia moral.

¿Y ahora? El gobierno asegura que tiene un “plan B”: congelar todo hasta el recambio legislativo. Mientras tanto, Milei viaja, Caputo hace cálculos, Villarruel se despega, y la Corte Suprema sigue con tres miembros. Es un vacío institucional al borde de lo operativo, donde lo simbólico se vuelve material: los tres supremos restantes —Rosatti, Rosenkrantz y Lorenzetti— ya dejaron claro que no avalan la continuidad del renunciante. Lo que queda es una fotografía del poder libertario enfrentado a todos los espejos posibles: la ley, el Senado, la Corte y, ahora también, su propia interna.

La fallida designación de García Mansilla no será recordada solo como un paso en falso del Ejecutivo. Es el síntoma de algo más profundo: el desprecio de ciertos sectores del poder por las formas republicanas cuando estas se vuelven incómodas. En su carta, el exjuez escribió: “Nuestro país debe estar por encima de todo y de todos”. Pero esa frase, escrita en papel membretado y entregada tras una derrota política, ya no suena a esperanza, sino a despedida.

Y mientras el gobierno acusa “golpes parlamentarios”, olvida que el primer golpe fue querer convertir un decreto en Constitución. Y fallar.

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