Datos para el tercer trimestre de 2025. Fuente. Consultora W

El “habitus” herido

La nueva pirámide de ingresos publicada recientemente por la Consultora W vuelve a mostrar un dato que debería preocuparnos menos por lo que dice y más por lo que insinúa: la sociedad argentina ya no se organiza alrededor de una clase media sólida, sino alrededor de una clase media que se desdibuja cada día.

La pirámide socio-económica en cuestión muestra números que describen una estructura social más angosta, más tensionada, más fragmentada. Apenas un 43% de la población se identifica dentro de lo que históricamente llamamos “clase media”, un territorio que en los años 70 abarcaba tres cuartas partes del país. Hoy se estira hacia los extremos: un 5% en la cúspide con ingresos que superan los siete millones mensuales, y una mitad inferior atravesada por lo que los economistas llaman “cultura del no”, ese espacio donde cada gasto es una renuncia y cada renuncia un recordatorio de la fragilidad cotidiana.

Pero detrás de los porcentajes hay un derrumbe menos visible y más profundo, el de las categorías con las que solíamos explicarnos a nosotros mismos. Durante décadas, la Argentina se pensó a través de una idea muy particular de clase, distinta de la europea, distinta de la del resto de latinoamericana. No era una clase definida solamente por ingresos, sino por expectativas. Bourdieu lo hubiera explicado con una claridad cruel: más que una estructura económica, la clase es un “habitus”, una manera de estar, de mirar, de desear, de imaginar el futuro. Y si algo parece haberse quebrado en estos tiempos vertiginosos no es solamente la capacidad de comprar, sino la de proyectar.

La pirámide que muestra el informe es, en ese sentido, apenas un síntoma visible. Las cifras ajustadas revelan una clase alta en torno al 5%; clase media alta en el 17%; clase media baja en el 23%; clase baja superior en el 28%; clase baja en situación de pobreza en el 24%. Todo esto forma una cartografía precisa, pero, a su vez, incompleta. Esta pirámide no puede medir el desplazamiento interno de lo que las personas sienten que son. Una familia con ingresos de clase media baja puede vivir con un habitus de clase media alta; una familia con ingresos estables puede sentirse empobrecida si su estilo de vida se erosiona; un profesional con estudios universitarios puede experimentar un descenso simbólico aun si su ingreso no cambia. La Argentina es experta en esas paradojas.

Aquí aparece algo que rara vez se discute, y es que el país no está solamente atravesando un problema de ingresos, sino un problema de sentido. La movilidad social —ese mito fundador tejido entre guardapolvos blancos, universidad pública y meritocracia criolla— funcionaba no solo como realidad material sino como brújula emocional. “Estudiá, trabajá, esforzate: vas a estar mejor”. Esa promesa organizaba la vida de millones. ¿Qué ocurre cuando esa brújula deja de marcar un norte claro? ¿Qué tipo de sociedad emerge cuando la sensación de progreso depende más de no caer que de subir? De nuevo, lo bourdiano: no se trata solo de tener, sino de “ser capaz de”. Tener tiempo, tener horizonte, tener la sensación de que lo que viene puede mejorar lo que fue.

Quizás la pregunta que verdaderamente se desprende de este mapa no es cuánta gente está en cada estrato, sino quién puede seguir imaginando un futuro ascendente. Porque la movilidad social, más que un fenómeno económico, es un artefacto emocional; un país se vuelve de clase media cuando logra convencerse de que mejorar es posible, incluso para quienes no nacieron en la cumbre. Cuando esa convicción se desgasta, el país se vuelve un espacio donde cada quien se aferra a lo que puede, donde el deseo se achica, donde las identidades se vuelven defensivas.

¿Cómo reconstruir una identidad colectiva que alguna vez se apoyó en la idea de progreso si el progreso se volvió un lujo?

Tal vez sea momento de reconocer que la discusión sobre clases sociales ya no puede limitarse a ingresos o consumos. Tiene que volver a preguntarse por lo más difícil, por las creencias, por las expectativas, por los sentidos. La clase media argentina nunca fue solo un dato, sino que fue un relato. Y hoy lo que está en disputa no es solo la pirámide, sino la narración que la sostiene.

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