Imagino lo que diría Pablo Escobar si mirara la política argentina hoy. Seguramente repetiría que el problema nunca fue la droga, sino la conciencia de los políticos. Y no le faltaría razón. Ningún dinero narco entra a la política sin la complicidad del poder, ningún cargamento cruza una frontera ni un avión despega sin un guiño que lo habilite. Lo de Espert es la prueba de que el narcotráfico no solo se infiltra, se asocia. Y cuando uno de esos nombres cae, lo que se derrumba no es una persona, sino la máscara de un sistema entero.
El economista liberal que construyó su carrera a los gritos contra la casta, pidiendo “cárcel o bala” para los corruptos, terminó cercado por pruebas que lo vinculan con Federico “Fred” Machado, un empresario acusado de narcotráfico y lavado de dinero en los Estados Unidos. Doscientos mil dólares transferidos, un avión privado, una camioneta blindada, una campaña financiada por quien hoy espera extradición en Viedma. Todo sin declarar. Todo en la sombra de ese financiamiento electoral que en la Argentina siempre fue más permisivo con los amigos del poder que con los enemigos del sistema.
Espert asegura que fue “ingenuo”. Pero la ingenuidad no compra casas en San Isidro ni autos de alta gama. Su salto patrimonial tras la campaña de 2019 coincide con los aportes de Machado y con la constitución de una sociedad anónima junto a su esposa. La coincidencia es perfecta, y en política las coincidencias casi nunca son inocentes. Lo que hay detrás es una estructura de vínculos con empresarios con causas abiertas, abogados con doble representación, financistas que lavan dinero disfrazado de donaciones. Un ecosistema donde el Estado se retira y el delito ocupa su lugar, ofreciendo recursos, logística y protección.
La caída de Espert deja al descubierto algo más profundo que su hipocresía personal ya que muestra cómo el discurso de la pureza moral se desvanece ante el olor del dinero. La Libertad Avanza nació diciendo que venía a romper justamente con esas estructuras blindadas, pero en su seno conviven los mismos vicios que decía combatir. Su entorno político mantiene vasos comunicantes con personajes que orbitan entre el negocio y la política. Y mientras tanto, el presidente Javier Milei elige mirar para otro lado, amparado en un pragmatismo que roza el cinismo. Porque cuando Milei sostiene a Espert, sabiendo lo que sabe, no está defendiendo a un aliado, sino que está defendiendo una lógica.
Es necesario entender que el narco no entra por las fronteras, el narco entra por las grietas del Estado. Aprovecha la desconfianza social, la precariedad institucional, la desidia política. Llega donde no hay justicia, donde la policía obedece al poder local, donde la pobreza se vuelve terreno fértil para el negocio y el silencio. El narcotráfico logra esa asociación con la política en países como el nuestro, ya que la financia, la protege, la reemplaza cuando el Estado abdica. En los barrios donde el Estado no llega con escuelas, llegan los narcos con útiles; donde no hay crédito, hay plata sucia; donde no hay futuro, hay pertenencia. Esa es la verdadera derrota del Estado argentino, la renuncia cotidiana a ocupar el territorio que el crimen ya administra.
Por eso, la historia de Espert no debería leerse como una tragedia individual, sino como una advertencia sistémica. Cada vez que un político se financia con dinero sin origen, el narco avanza. Cada vez que un partido acepta un “aporte” sin preguntar, el Estado se retira un paso más. Cada vez que el poder calla frente a la evidencia, la frontera entre la política y el delito se vuelve más delgada. Y cuando esa frontera desaparece, lo que queda no es el caos, sino un orden distinto; el orden del miedo, del silencio, del poder privado que manda porque el Estado ya no puede.
Milei, que hizo de la moral libertaria una bandera, hoy se mira en el espejo de su propio discurso. Lo que ve no es la corrupción ajena, sino la contradicción propia. La pregunta no es si Espert sabía de dónde venía el dinero; la verdadera pregunta es si el Presidente quiere saberlo. Y si no quiere, entonces ese silencio también lo define. Porque los espejos no mienten, solo devuelven, con crudeza, el reflejo del poder que los mira.
La política argentina convive con el crimen desde hace décadas, pero hay momentos en que esa convivencia se hace obscena. Este es uno de ellos. El narcotráfico no se combate con discursos de odio, sino con Estado, con instituciones que funcionen, con controles patrimoniales, con transparencia real. Cuando el Estado se ausenta, el narco no espera y ocupa el lugar vacío. Y cuando la política lo acepta, aunque sea en silencio, deja de ser política. Se convierte en su cómplice. La caída de Espert no es el fin de un político; es el espejo donde se reflejan todos los demás.
