Ilustración por: Gaju
“Todo lo sólido se desvanece en el aire”, decía un ilustre pensador, y en estos tiempos pareciera que incluso lo más elemental, como es el vínculo entre ciudadanía, representación y sentido colectivo, también se disipa. Hace un par de noches, en plena celebración de la autodenominada “derecha fest”, me preguntaba qué es exactamente lo que se festejaba. ¿Es la victoria de una cosmovisión individualista? ¿Una revancha simbólica? ¿Una celebración de la antipolítica disfrazada de batalla cultural? Mientras tanto, del otro lado, el silencio, la fragmentación y una pregunta que me dejó inquieta luego de conversar con un amigo político de larga trayectoria: ¿Dónde se hace política hoy?
La pregunta no es banal. No se refiere al lugar físico —aunque también— sino al lugar simbólico de la política; al espacio común, al lenguaje compartido, a la posibilidad de un “nosotros”. Este dirigente amigo, con tono sereno y a la vez triste y cansado, me decía: “Ya no hay margen para actuar. No estamos más en el ’83. La ilusión, el respeto, hasta el desacuerdo era parte del juego democrático”. Y yo agrego: ya no más.
Y sí, algo de eso parece estar ocurriendo. La política argentina ha mutado de una promesa de transformación colectiva a una escena de ruptura, sospecha y espectáculo. Como advertía Hannah Arendt (1958), “la política nace en el espacio entre los hombres”, es decir, en la capacidad de aparecer, debatir, convivir y actuar juntos. Pero ese espacio común se ha ido erosionando por una suma de factores; las redes sociales que amplifican el odio, liderazgos que prefieren la confrontación a la deliberación, y una ciudadanía golpeada por la desilusión.
Porque, antes que apatía, lo que hay en amplios sectores de la sociedad es desilusión, ese desencanto profundo que no nace del rechazo a la política sino de la sensación de haber sido abandonados por ella. No es que las personas no crean más en la política; es que la política parece no creer más en las personas. Este desgano tiene consecuencias concretas, desde el vaciamiento institucional, la caída de la participación hasta el cinismo generalizado. Como decía Cornelius Castoriadis (1975), “la crisis de la democracia no es solo una crisis de instituciones, sino una crisis de imaginación política”.
En ese contexto, se instala esta idea de la “batalla cultural” como consigna dominante. Pero, ¿de qué hablamos cuando hablamos de batalla cultural? No se trata de un verdadero conflicto de ideas, sino de una estrategia discursiva para cancelar al adversario y deslegitimar todo lo que huela a comunidad, derecho o empatía. La política deja de ser deliberación y se transforma en performance; no me canso de decirlo, lo que vale no es lo que se dice, sino cuánto impacta. Tenemos un presidente que encarna esta lógica con precisión quirúrgica. Un hombre que no conoce su país —ni en términos geográficos, ni culturales, ni emocionales— y que ha reemplazado el ejercicio político por una retórica de choque constante. No camina las ciudades, no escucha a sus habitantes, no se reconoce en la historia que lo precede. Su discurso es desterritorializado, ajeno, abstracto. Y en su lugar, gobierna la idea de la Argentina como empresa quebrada, como país que sobra, como sociedad que debe ser rediseñada desde cero.
Y es interesante porque esta visión se sostiene y se justifica desde sectores que supuestamente deberían ofrecer contención moral o espiritual. Y aquí cito el caso de la pastora Barroso que es realmente elocuente. Lejos de rechazar el odio, lo racionaliza; lejos de contener la violencia, la pone en clave bíblica. ¿Una pastora que justifica la agresión? La pregunta es retórica, claro. Porque no hay fe que legitime el desprecio, no hay espiritualidad que pueda convivir con la humillación del otro.
La Argentina atraviesa una crisis múltiple; económica, sin dudas, pero también institucional, emocional y simbólica. Y en ese cruce se impone la tarea más difícil que es reconstruir los lazos comunes. Recuperar el sentido de lo público, volver a dotar a la política de contenido ético. El respeto no es ingenuidad, es civilización; la disidencia no es debilidad, es riqueza democrática. La política no es guerra, es un espacio de palabras, cuerpos, historias y voluntades que, incluso en el conflicto, pueden aspirar a algo compartido. Necesitamos recrear el espacio donde hacer política, no para volver al ’83, sino para poder seguir mirando hacia adelante con valores y conciencia ciudadana.
