Entre gestos vacíos y discursos sin contenido práctico, la dirigencia argentina contribuye a una degradación sostenida del debate público. En lugar de gobernar, muchos prefieren actuar; y frente a esa desconexión, la gente elige no creerles más.
La política atraviesa una etapa en la que el poder parece haber perdido toda gravedad. Lo que antes era un espacio de deliberación y responsabilidad pública hoy se parece más a un espectáculo continuo, donde los dirigentes compiten por notoriedad antes que por resultados. El presidente actúa en estadios como si fueran templos del ego y responde a la crisis social con frases que rozan la negación de la realidad; los candidatos legislativos recurren al chiste fácil y a la promesa vacía como si la gestión fuera un juego; y los programas de entretenimiento invitan a figuras mediáticas a opinar de política con la misma ligereza con que analizan una polémica televisiva.
No son hechos aislados, sino señales de un clima cultural que confunde cercanía con frivolidad y convierte la conducción del Estado en una rama más de la industria del entretenimiento. ¿En qué momento confundieron la responsabilidad con la fama?
Pero sería un error creer que esta degradación comenzó hoy; la banalización de la política viene madurando desde hace tiempo, incubada en el mismo sistema que ahora la padece. Cada generación de dirigentes aportó lo suyo… Perón y Evita entendieron antes que nadie el poder de la imagen; Menem supo transformarse en un ícono mediático; hasta los setenta tuvieron su teatralidad, con los actos que eran liturgias y las consignas que buscaban conmover. Pero detrás de esa puesta había proyecto, había ideas, incluso equivocadas, pero ideas al fin. Hoy la puesta se devoró al contenido.
A ver si se entiende, cuando todo se reduce al meme, al gesto o a la provocación, el poder pierde densidad, y con él, la sociedad pierde brújula. Porque si la política deja de ser un instrumento para transformar la realidad y se convierte en un escenario para alimentar egos, lo que queda es la farsa de la representación. Un simulacro en el que los protagonistas actúan, el público aplaude o abuchea, y nadie recuerda que detrás de la escena hay un país que se desmorona.
Insisto, esto no es novedad, ya se ha teorizado desde muchas ópticas, pero es evidente que esta política como espectáculo es cómoda ya que evita el costo de pensar. Pero el precio de esa comodidad es alto, porque cuando los dirigentes confunden popularidad con liderazgo, y los ciudadanos se conforman con el gesto antes que con el resultado, la democracia se debilita.
Gobernar es una tarea árida, ya que supone priorizar, decidir, administrar conflictos y rendir cuentas; no hay nada glamoroso en eso. Pero sin ese trabajo silencioso y constante, la política se vacía de contenido. La frivolidad puede entretener un rato, pero nunca mejora la vida de la gente. Y es precisamente esa distancia entre el espectáculo y la realidad lo que explica, en parte, la apatía social. Cuando los dirigentes parecen más concentrados en la puesta en escena que en resolver problemas concretos, la ciudadanía deja de creer. No por desinterés, sino por cansancio, porque ha visto demasiadas promesas vacías y demasiada impostura convertida en estilo.
Quizás haya llegado el momento de recuperar la idea más básica de la idea de gobernar, que es su sentido de responsabilidad. Los gobernantes están allí para resolver problemas, no para protagonizar espectáculos. El ciudadano, a su vez, tiene derecho a exigir seriedad. Lo contrario —esa mezcla de sarcasmo, desprecio y ligereza— no es una forma moderna de hacer política, es simplemente el modo más rápido de destruirla.


