Argentina abre la puerta a que civiles accedan a armas semiautomáticas mientras la polarización social cada día es mayor. La discusión ya no es técnica, sino cultural. ¿Qué tipo de sociedad construimos cuando preferimos un fusil antes que confiar en el otro?
Hay decisiones de gobierno que dicen más del clima de época que de la letra de una resolución. La reciente medida que habilita la compra de fusiles semiautomáticos para civiles —bajo requisitos más estrictos, centralizando la autorización en el RENAR, dependiente del Ministerio de Seguridad— muestra una interesante modificación en la relación entre el Estado, la seguridad y la idea de libertad individual. La normativa permite que civiles puedan adquirir fusiles semiautomáticos alimentados con cargadores de quita y pon, como los derivados de modelos militares, siempre que cumplan con una batería de requisitos, acrediten uso deportivo y posean cinco años como legítimos usuarios, entre otras condiciones. Pregunto desde la mirada política, y quizás, sociológica, ¿por qué ahora?
Argentina no es Estados Unidos, un país construido sobre un mito fundacional que asocia la libertad individual con el derecho a armarse contra el Estado; aquí, históricamente, la seguridad y el monopolio de la fuerza fueron delegados al Estado. Sin embargo, habilitar fusiles semiautomáticos en manos civiles deja entrever que un ciudadano “responsable” puede —o debe— autoprotegerse. Ese desplazamiento no es inocente, implica asumir que el Estado deja de ser garante de seguridad para pasar a ser un administrador de permisos.
El Gobierno argumenta que no es una liberalización total, sino una regulación más precisa. El punto es que el control de tenencia no garantiza el control de portación, y ahí radica el mayor riesgo. Tener un arma en casa no es lo mismo que circular armado, por supuesto. Sin embargo, la frontera entre ambas prácticas es fina y, sobre todo, difícil de fiscalizar. La historia internacional ofrece lecciones dolorosas, como en Brasil, durante la liberalización promovida en tiempos de Jair Bolsonaro, aumentaron los femicidios y los tiroteos con armas semiautomáticas. Una vez que las armas entran en circulación, no hay reforma legal que pueda retrotraer la realidad material del metal distribuyéndose entre manos civiles.
Otro aprendizaje global es que, cuando se amplía el acceso a armas de guerra, las organizaciones criminales no necesitan “robarlas a los cuarteles”; basta con robárselas a particulares, como ya advirtieron organizaciones del desarme. Lo que antes estaba protegido por logística militar, ahora puede estar en un placard y el riesgo sigue siendo el mismo, pero el acceso es infinitamente más sencillo.
Además, la tenencia “deportiva” es un argumento que suele funcionar como puerta de entrada. Estados Unidos y Europa tienen ejemplos de sobra con cazadores que rondan escuelas, coleccionistas que venden piezas en el mercado negro, tiradores deportivos que terminan alimentando circuitos ilícitos. Por eso, cuando se dice que la resolución busca “ordenar”, conviene recordar que muchos países que hoy luchan contra el tráfico interno de armas comenzaron exactamente igual, desde el argumento de la excepción controlada.
También es llamativo el timing político. Estamos hiperpolarizados, irritables, con niveles de violencia social en ascenso. Nada indica que sea buen momento para sumar armas largas al ecosistema. Discutimos fusiles en un país donde una pelea de tránsito puede terminar con un muerto sin armas. ¿Qué podría salir mal? Es una narrativa eficaz para la conversación pública, ¿no? Digo, desplaza la discusión de los problemas estructurales hacia el terreno emocional de la autodefensa y el miedo. En términos comunicacionales, la medida construye una imagen potente: “el ciudadano empoderado frente a un Estado que ya no puede protegerlo”.
Cuando un gobierno abre la puerta para que civiles accedan a fusiles semiautomáticos, no está hablando solamente de seguridad, habla de su modelo de sociedad. ¿Queremos una sociedad más armada o una sociedad más protegida? ¿Queremos delegar la resolución de conflictos en la fuerza privada o en las instituciones? ¿Estamos emocionalmente listos para ver armas largas en manos de civiles en un país donde la violencia cotidiana ya muestra niveles alarmantes?
Claramente, la discusión sobre armas nunca es sobre armas. Es sobre el tipo de pacto social que estamos dispuestos a sostener. Como país, deberíamos hacernos una pregunta que no aparece en ningún Boletín Oficial: ¿queremos más armas porque estamos más seguros, o queremos más armas porque estamos más rotos?


