En las democracias sanas, las palabras son como puentes: permiten cruzar diferencias, tender acuerdos, construir sentido común. Pero cuando el poder las convierte en piedras, el lenguaje deja de unir y empieza a golpear. Argentina asiste hoy a ese momento oscuro en que las metáforas se vuelven literales, y los discursos cargados de agresión bajan del atril para convertirse en violencia concreta.
El ataque sufrido por el periodista Roberto Navarro —golpeado brutalmente por la espalda en pleno centro porteño— no puede leerse como un hecho aislado. En el contexto político actual, donde el propio presidente de la Nación convoca al “odio hacia los periodistas” y califica al periodismo como “basura” y a los comunicadores como “sicarios con credencial”, lo ocurrido con Navarro se inscribe en una peligrosa escalada discursiva y simbólica que amenaza los fundamentos mismos de la democracia argentina.
Javier Milei no es un mandatario improvisado en el arte de la provocación. Su estilo se construyó desde el inicio como el de un economista rebelde, dispuesto a enfrentarse al “consenso de los mediocres” y a denunciar las falacias de la “casta”. Desde sus primeras apariciones mediáticas, eligió como forma de comunicación la confrontación directa: gritos, insultos, desprecio escénico y una gestualidad desafiante. Esa furia performática, lejos de ser un exabrupto ocasional, ha demostrado ser parte estructural de una estrategia de construcción política.
Pero esa estrategia está cruzando un umbral inquietante. El discurso presidencial ya no se limita a cuestionar modelos económicos ni a polemizar con actores políticos. Hoy apunta con nombre y apellido contra periodistas que cumplen con su rol de informar y fiscalizar. Y lo hace desde el lugar más alto del poder institucional, amplificando el mensaje desde sus redes, desde los canales oficialistas, desde la investidura misma. Y ese discurso, como ya estamos viendo, tiene consecuencias concretas.

El ataque a Navarro se produjo apenas horas después de que el presidente alentara a “odiar más” a los periodistas. Las coincidencias no son casuales: son estructurales. La violencia simbólica reiterada y sistemática del presidente Milei contra la prensa construye un clima social donde la agresión física se naturaliza, se legitima y hasta se celebra en algunos sectores.
El gobierno de Milei ha buscado instalar un discurso libertario en su versión más extrema, donde “libertad” significa concentración de poder, destrucción institucional y ataque frontal a los contrapesos democráticos. No se trata solo de una guerra cultural contra el “Estado presente”, sino de una estrategia para vaciar de contenido la noción de libertad de expresión. Milei busca construir su hegemonía discursiva en plataformas digitales propias, eliminando intermediarios críticos. Ha limitado el acceso de periodistas al Congreso, retirado acreditaciones a comunicadores incómodos, y consagrado al streaming como su único ámbito “legítimo” de comunicación. Este vaciamiento del periodismo tradicional se realiza a través de la estigmatización y la deslegitimación sistemática: “ensobrados”, “mentirosos”, “esbirros”, “mandriles inmundos”.
Milei se presenta como un outsider que llega para hackear el sistema desde dentro. Pero su accionar remite más a una estrategia de demolición institucional que a una renovación democrática. Bajo el disfraz del antisistema, el presidente encarna hoy una forma de populismo autoritario digital, que combina fanatismo de mercado con culto mesiánico y violencia comunicacional.
La agresión a Navarro debe funcionar como una señal de alerta. El periodismo es pilar de la democracia. Cuando el poder lo transforma en enemigo público, la violencia deja de ser una aberración: se vuelve un instrumento de gobierno.
Frente a este panorama, la defensa del periodismo crítico no es solo una causa gremial. Es una causa democrática.
