Cada 25 de noviembre repetimos que la violencia sigue ahí, que persiste, que muta, que se intensifica. Pero este año se suma una sensación de un país donde la violencia está gritando. Y cuando se la escucha con atención, ese grito tiene una palabra nítida, urgente, incómoda en la actualidad: ¡Estado!
La pedagogía feminista insiste desde hace décadas en que la violencia de género no es un fenómeno individual ni privado, sino estructural. Sin embargo, en la Argentina de hoy, ese carácter estructural se vuelve más evidente porque el andamiaje estatal que debía sostener, prevenir y acompañar ha sido desmantelado pieza por pieza. No es una figura retórica, es lo que muestran los números y, sobre todo, lo que aflora en la voz de quienes trabajan todos los días en los territorios: las mujeres están más solas que nunca, y no por elección propia, sino porque el Estado eligió retirarse.
Desde noviembre del año pasado hasta hoy, hubo 260 víctimas de violencia por motivos de género, entre femicidios, transfemicidios, lesbicidios, crímenes vinculados. Tan solo en octubre y noviembre de 2025 se contabilizaron 36 femicidios; un ritmo que desmiente la idea de que sin políticas específicas la violencia baja. Y es un hecho que no baja, sino escala. Lo que baja —y de manera abrupta— es la capacidad institucional de respuesta.
El Programa Acompañar, que en 2023 alcanzó a más de cien mil personas, registra cero beneficiarias en 2025. La Línea 144 tiene un 30% menos de comunicaciones, casi la mitad de intervenciones y una reducción del 40% de su personal. Los Centros de Acceso a la Justicia pasaron de 108 a apenas 30. Y aun así, seguimos leyendo titulares que celebran el ajuste como si se tratara de una virtud moral y no de un retroceso con costos humanos concretos.
La violencia, mientras tanto, se expande en todas sus capas. Las provincias advierten que se cerraron áreas locales de género, que ya no hay equipos para acompañar, que falta articulación federal, que las denuncias se multiplican pero las herramientas se esfuman. Las organizaciones que durante años fueron la red de contención extraestatal —porque ninguna política pública funciona si no dialoga con el territorio— denuncian un clima que no es solo de ausencia, sino también de hostilidad. En palabras de quienes integran esos espacios, hoy la violencia “se habilita”, se desinhibe, se legitima en discursos oficiales que niegan el problema o que lo trivializan.
Pero hay otra capa, más silenciosa y más peligrosa: la naturalización. Cuando el Estado desmonta políticas que costaron décadas de construcción, lo que transmite no es solo indiferencia, sino un mensaje mucho más profundo; que la violencia ya no le importa, que no es un asunto público, que cada mujer, cada niña, debe resolver sola aquello que la estructura social produce y reproduce. Esa soledad no es una condición humana, es una política pública. O mejor dicho, es la política pública que queda cuando se destruye todo lo demás.
Una columna no alcanza para dimensionar el impacto que tiene la desaparición de la institucionalidad de género. El discurso presidencial sostiene que eliminar políticas de género reduce la violencia; los datos dicen lo contrario. La comparación es brutal: la violencia no se reduce por negarla, como tampoco desaparecen los incendios por apagar el detector de humo. La violencia no cede si el Estado se borra; al contrario, encuentra terreno fértil en ese borramiento. La inacción también es una acción; la de dejar libradas a su suerte a miles de personas cuya seguridad depende, en gran medida, de la capacidad del Estado para intervenir a tiempo.
En un país donde más de la mitad de las mujeres declara haber sufrido violencia de pareja al menos una vez, donde las niñas y adolescentes representan un tercio de quienes llegan a pedir ayuda, donde el 86% de las víctimas de femicidio conocía a su agresor, creer que este problema puede resolverse sin Estado es crueldad política.
Hoy, más que nunca, la violencia nos está gritando. Grita en cada llamada que no llega a ser atendida, en cada trámite que ya no existe, en cada niña que queda sin patrocinio legal, en cada provincia que no tiene a quién pedirle orientación, grita en cada vida perdida. Y su grito, cuando lo escuchamos sin filtros, dice una sola cosa: Estado.
Si este 25N queremos hacer algo más que conmemorar, hay que empezar por nombrar lo evidente, la violencia no retrocede sola. La violencia retrocede cuando hay políticas que la enfrentan, cuando hay presupuesto, cuando hay voluntad, cuando hay instituciones que no se dejan desarmar. Cuando hay un proyecto de país que no naturaliza la muerte.
Por eso, hoy más que nunca, la violencia grita. Y nosotros, nosotras, debemos responder a ese grito no con resignación, sino con política. Porque callarnos nunca fue opción; pero dejar que el Estado se calle, mucho menos.


