Lo que Córdoba quiso evitar (y yo no supe leer)

Las elecciones del 26 de octubre en Córdoba dejaron un resultado tan contundente como inesperado. Perdió Schiaretti, y con él se derrumbó la ilusión de que el cordobesismo podía sobrevivir a la polarización nacional. Muchos consultores fallamos; algunos porque subestimaron el poder de la nacionalización, otros porque insistieron en un diagnóstico puramente local. Se siguió pensando a Córdoba como una provincia de centro moderado cuando hace rato se volvió estructuralmente hacia un costado.

Lo digo con la honestidad que requiere la autocrítica; en mis análisis se encontraba el liderazgo de Schiaretti, su reputación de gestión y la moderación de su mensaje como ejes claves que alcanzarían para imponerse en su provincia. Me equivoqué. Y con esto no digo que falló la técnica, sino que aquí falló la lectura. Durante semanas medimos con instrumentos precisos, con muestras representativas y modelos proyectivos sólidos, pero lo que nos faltó, fue justamente lo invisible, eso que se mueve entre el miedo, la bronca y la memoria.

Desde distintos espacios no se supo leer el clima emocional que se instaló después de la elección del 7 de septiembre en Buenos Aires, cuando la posibilidad de un regreso del kirchnerismo volvió a despertar viejos reflejos en el electorado cordobés. Esa fue la verdadera bisagra. A partir de allí, el voto comenzó a ordenarse no entre candidatos, sino entre identidades. Mientras Milei logró reactivar el voto “anti” con una narrativa de furia libertaria, el cordobesismo no encontró tono ni enemigo claro.

Pienso en algunas causas… En primer lugar, la elección se nacionalizó tarde. Hasta septiembre, la discusión en Córdoba giraba en torno a la gestión, la infraestructura y el equilibrio fiscal. Pero después de Buenos Aires, todo cambió. Lo nacional invadió las urnas locales bajo una lógica de miedo y defensa; o se apoyaba al presidente o se lo castigaba; o se frenaba el regreso del kirchnerismo o se corría el riesgo de “volver al pasado”. En esa lógica binaria, la avenida del medio quedó vacía.

Y apareció otro factor, menos visible pero igual de potente: el “día D”, la sensación de que si Milei perdía podía desatarse algo peor. No era una hipótesis racional, sino un rumor de época, esta idea de que una derrota libertaria podía provocar una reacción social o económica impredecible. Ese miedo preventivo activó un voto de resguardo. Se votó no solo por convicción, sino por miedo a lo que podía pasar el día después.

Ese tipo de voto no es nuevo. En Estados Unidos, el trumpismo también se sostuvo sobre esa idea del abismo, del miedo a la pérdida de poder, de identidad o de pertenencia si el adversario triunfaba. Pero en el caso argentino, el paralelismo fue más literal. Días antes de las elecciones, el propio Donald Trump “advirtió” (advertir es una linda manera de maquillar la amenaza) y lo hizo con mucha intención. Ese mensaje terminó reforzando, para muchos votantes, la sensación de que había que evitar a toda costa un nuevo desastre.

A todo esto se sumó otro elemento que distorsiona las proyecciones y que rara vez se dimensiona del todo que es la baja participación. Cada elección en Córdoba muestra un padrón más apático; esto se relaciona con la cantidad de votantes efectivos que se reduce elección tras elección, lo que vuelve impredecible cualquier modelo estadístico. Las encuestas parten de un universo de ciudadanos dispuestos a responder, pero no necesariamente de los que efectivamente irán a votar.

Como analista, debo asumir que el desvío del análisis previo a las elecciones fue netamente hermenéutico. Seguimos midiendo intención de voto cuando deberíamos medir intensidad emocional. Preguntamos “¿a quién votarías?”, cuando la clave es “¿a quién temés más?”. Las herramientas tradicionales son insuficientes si no se integran con variables generacionales, culturales y afectivas. Entiendo que debemos abandonar la ilusión de neutralidad y aceptar que los datos no hablan solos; son interpretaciones de un país que cambia más rápido que nuestros métodos. Córdoba votó en contra de aquello que teme volver a ver, y eso, más que un gesto de ideología, fue un reflejo de supervivencia política.

En retrospectiva, lo que subestimamos no fue la polarización, sino la velocidad con que se instaló y la dimensión emocional que adquirió. Córdoba, otra vez, nos recordó que el voto no siempre busca transformar el presente, sino conjurar los fantasmas del pasado.

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1 comentario en “Lo que Córdoba quiso evitar (y yo no supe leer)”

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