El doble femicidio de Luna y Mariel desnuda el crecimiento de una violencia que es ideológica, organizada y legitimada desde sectores que promueven el antifeminismo como bandera. Este caso revela cómo el odio hacia las mujeres se ha vuelto un proyecto político en marcha.
Ilustración: Gaju
El doble femicidio de Luna Giardina y Mariel Zamudio en Córdoba no puede leerse como un hecho aislado ni como una tragedia doméstica. Es la consecuencia de una maquinaria cultural que hace años viene incubando odio contra las mujeres, legitimando la violencia desde el discurso y organizando políticamente el resentimiento masculino. El asesino, Pablo Laurta, no actuó solo. Llevaba consigo el respaldo simbólico de un entramado que lo avalaba, el de los varones que se creen víctimas del feminismo.
Laurta fue fundador de la filial uruguaya de varones unidos, una organización que se presenta como defensora de los derechos masculinos, pero que en realidad funciona como usina de antifeminismo militante, vinculada a la llamada manosfera. Allí, en foros y grupos online, el malestar de algunos hombres se traduce en teoría política: “el feminismo es visto como una amenaza, las mujeres como enemigas, y los varones violentos como héroes incomprendidos”. Cuando Laurta gritó “todo fue por justicia”, no deliraba, créanme; hablaba justamente de su convicción ideológica.
Estos espacios operan con una lógica de inversión, son los agresores las verdaderas víctimas. Desde esa narrativa, la ley protege demasiado a las mujeres, los jueces discriminan a los padres y el feminismo oprime a los hombres. Esa es la semilla. Lo que sigue es la justificación del castigo: “ellas se lo buscaron”. No es casual que varones unidos haya publicado en su página que la denuncia por violencia presentada por Luna era “falsa”. Tampoco lo es que su fundador terminara asesinando a Luna y a su madre. Hay un hilo que une el teclado con el cuchillo.
Para quienes no conocen, la manosfera es un fenómeno global. Se alimenta de comunidades que promueven el resentimiento masculino, el rechazo a la igualdad y el desprecio hacia las mujeres. En los últimos años ha dado lugar a atentados, masacres y femicidios, todos atravesados por la misma idea de la violencia como forma de restaurar un orden perdido. En Argentina, ese orden es el del patriarcado que se resiste a ceder poder. La diferencia es que ahora el odio tiene lenguaje, referentes y financiación.
El vínculo entre Laurta y los ideólogos libertarios Agustín Laje y Nicolás Márquez no es anecdótico. Ellos proporcionan el marco intelectual y teórico que normaliza esta guerra cultural. Desde sus libros y conferencias, el feminismo es presentado como una conspiración marxista, una amenaza para la familia y la civilización occidental. No necesitan decir “maten mujeres”, claro; les basta con insistir en que las mujeres mienten, manipulan y destruyen. El resultado está a la vista, señoras y señores, hombres convencidos de que deben defenderse del feminismo a cualquier precio.
Este clima no surge de la nada. En el país que eliminó el Ministerio de Mujeres, Géneros y Diversidad, que desfinanció los programas de asistencia y que instala el discurso de las denuncias falsas, los varones violentos sienten respaldo. El Estado se retira y deja lugar a las redes del odio. ¿Acaso no conocen las estadísticas? ¿Cuántas denuncias falsas existen? A usted señor, a usted señora, le pregunto, que le molesta la palabrita patriarcado, o el lenguaje inclusivo, ¿no le sorprende que, mientras se criminaliza la pobreza y se persigue a los movimientos sociales, no exista una sola iniciativa para frenar la radicalización misógina que crece en internet y ya se traduce en muertes?
Lo que más me preocupa es la reacción posterior que se expuso socialmente, esto de la duda sobre si Laurta estaba “enfermo” o si fue un “monstruo”. El intento de despolitizar el femicidio, de expulsarlo del campo de lo social, es la forma más eficaz de garantizar que vuelva a repetirse. Todo femicidio es político, porque reafirma un orden de dominación y castiga cualquier intento de subvertirlo. Pero en este caso, además, fue un crimen con motivación ideológica. Este ser siniestro actuó movido por una doctrina que niega la desigualdad de género, que desprecia la autonomía de las mujeres y que busca reinstalar una supremacía masculina bajo la máscara de la “igualdad ante la ley”.
El silencio cómplice de la dirigencia política es parte del problema. Mientras se naturaliza la misoginia y se relativiza la violencia, los clubes de varones se organizan, se financian, reclutan y difunden su mensaje. Hablan de “derechos”, pero lo que buscan es garantizar la impunidad patriarcal. No les interesa la paternidad compartida ni la salud mental; les interesa conservar el poder.
El crimen de Córdoba marca un punto de inflexión. La distancia entre lo virtual y lo real se ha evaporado. El discurso del odio tiene cuerpo, tiene nombres, tiene víctimas, y negar su raíz política es negar la posibilidad de prevenirlo. El odio no es una emoción, es una estrategia. Y quienes lo promueven desde los púlpitos digitales o desde los despachos oficiales son parte del mismo entramado que terminó con la vida de Luna y Mariel.
Porque el odio mata, pero antes de matar convence.
