Otra victoria como esta y estaremos perdidos

La Unión Cívica Radical, que alguna vez encarnó la lucha por la democracia y la justicia social, hoy sobrevive atada a alianzas que la alejan de su propia esencia. ¿Cuánto más puede ganar sin dejar de perder?

A principios del siglo XX, la Unión Cívica Radical no era solo un partido: era un grito de insurrección y dignidad. Sus militantes levantaban barricadas en calles de tierra y empuñaban las armas contra un régimen oligárquico que negaba la voluntad popular. Las “Revoluciones Radicales” fueron el símbolo vibrante de un pueblo que reclamaba democracia real, representación genuina y justicia social. Aquellas barricadas improvisadas condensaban una épica colectiva: la del ciudadano común dispuesto a desafiar al poder para abrirle paso a la república. La UCR era, entonces, la encarnación misma de la resistencia y la esperanza.

Hace tiempo que dejó de parecerse a aquel partido; hoy, más que un actor político autónomo, es una fuerza que navega a la deriva, atándose a cualquier mástil que le prometa no naufragar. La búsqueda de alianzas se ha vuelto su tabla de salvación, aunque cada pacto la aleja un poco más de su puerto original. Sin embargo, ese camino ha tenido un costo creciente: ganar espacios de representación a cambio de sacrificar sus banderas históricas, sus ideas fuerza y su capacidad real de gobierno.

El punto de quiebre fue, sin dudas, la crisis del 2001. La caída del gobierno de Fernando de la Rúa no solo arrastró a la UCR a un descrédito social sin precedentes, sino que la sumió en una crisis existencial: ¿cómo seguir siendo relevante en un país que los identificaba con la inestabilidad y el fracaso? La respuesta, durante los años siguientes, fue abandonar la búsqueda de poder propio y optar por la fórmula de las alianzas, primero desde la debilidad y luego casi como única estrategia posible.

Así, la UCR comenzó un recorrido que la llevó a ser furgón de cola en distintos proyectos ajenos. Cada una de esas jugadas tuvo su lógica táctica: acceder a bancas, mantener intendencias, no desaparecer del mapa. Pero lo que se perdió en ese proceso fue la visión estratégica que históricamente había definido al radicalismo. El partido de Yrigoyen y de Alfonsín, que alguna vez supo ser la expresión de grandes mayorías populares y de una ética de gobierno comprometida con la igualdad y los derechos civiles, se fue vaciando de contenido programático. El objetivo pasó a ser ganar, aunque ese triunfo no implicara liderar ni transformar.

En términos prácticos, la UCR se transformó en lo que muchos llaman —no sin cierta ironía— un partido bisagra: imprescindible para formar mayorías parlamentarias o estructurar alianzas, pero incapaz de imponer agenda propia o disputar el liderazgo real. Es un tipo de victoria pírrica: en cada elección logra sostener su presencia, pero a costa de una progresiva pérdida de poder de fuego y, lo más grave, de sentido.

El contraste con aquellos radicales revolucionarios es doloroso. Aquellos hombres y mujeres no medían el éxito en cargos o alianzas, sino en la capacidad de cambiar las reglas del juego político argentino. Hoy, en cambio, muchos radicales se han vuelto administradores de la inercia, conservando la marca histórica, pero sin la potencia transformadora que la hizo grande. Pienso en la figura del “radical con peluca” (esa que denuncia la impostura de ser radical solo en el nombre), metáfora incómoda pero certera de esta era.

El riesgo de este camino es evidente: un partido sin autonomía estratégica y sin norte ideológico está condenado a la irrelevancia. Puede seguir ocupando lugares en el tablero, pero como pieza intercambiable, no como actor determinante. Cada victoria de corto plazo se convierte así en un paso más hacia la derrota larga: la pérdida de la identidad, del proyecto, y, finalmente, de la razón de ser.

En definitiva, como advertía Pirro después de su costosa batalla: “Otra victoria como esta y estaremos perdidos”.

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1 comentario en “Otra victoria como esta y estaremos perdidos”

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