Ranking de intendentes: más allá de un número

En tiempos de campaña, las encuestas parecen ofrecer respuestas, pero no siempre cuentan toda la historia. ¿Qué pasa cuando los métodos no reflejan realidades comparables y los números se transforman en espejismos? Un análisis necesario para no confundir notoriedad con liderazgo ni diferenciales de imagen con verdadero apoyo político.

En un año electoral, los estudios de opinión pública se multiplican; son parte de la dinámica política, pero también del consumo rápido de datos. El reciente ranking departamental de intendentes y jefes comunales de Córdoba, elaborado por CB Consultora, ofrece un ejemplo interesante: más allá de sus números, plantea interrogantes sobre cómo leemos y utilizamos la información de encuestas.

A primera vista, el informe parece sencillo: un listado de intendentes ordenados según su “diferencial de imagen” —la diferencia entre imagen positiva y negativa—. Sin embargo, el problema empieza cuando asumimos que estos rankings reflejan realidades políticas comparables o sólidas. No siempre es así.

La metodología elegida ya introduce un primer sesgo importante. La encuesta aplicó afijación uniforme: la misma cantidad de casos en cada departamento, sin ajustarse al tamaño poblacional. Esto puede ser aceptable para comparar dinámicas internas de cada zona, pero distorsiona cualquier intento de leer el mapa provincial como un todo. Un departamento como Río Cuarto, con 280.000 habitantes, terminó teniendo el mismo peso muestral que uno mucho más pequeño (ejemplo, departamento Juárez Celman, con 68600 habitantes).

Dentro de los propios departamentos, los problemas no desaparecen. Tomando el caso de Río Cuarto nuevamente: 568 casos relevados, en un universo que requeriría casi el doble para márgenes de error más controlados. Y, sobre todo, una probable sobrerrepresentación de la ciudad de Río Cuarto respecto de los pequeños municipios, que quedan estadísticamente invisibilizados o expuestos a errores enormes.

A esto se suma la técnica utilizada, relevamiento online y autoadministrado (CAWI), un método rápido pero que excluye —por definición— a sectores de menor acceso digital o menor alfabetización tecnológica, que en áreas rurales no son pocos. Es decir, el sesgo socioeconómico no solo existe, sino que no está corregido ni explicitado.

Pero quizás la debilidad más profunda del ranking no está en cómo se recolectaron los datos, sino en cómo se los presenta. El uso del diferencial de imagen como indicador único de posición política es engañoso, especialmente cuando no se aclara el volumen de “no conoce” o “no opina”. En los pueblos pequeños, donde a un intendente puede conocerlo apenas el 10% de la población departamental, el diferencial termina reflejando más la ausencia de notoriedad que una verdadera aprobación o rechazo.

Comparar el diferencial de imagen de un intendente de una ciudad grande —altamente expuesto y evaluado por una mayoría del electorado— con el de un jefe comunal de un pequeño municipio que apenas es conocido fuera de su localidad, es conceptualmente erróneo; los datos no tienen la misma densidad política. No miden lo mismo, aunque compartan formato. Mucho menos pueden ser utilizados para hacer proyecciones provinciales, ya que el diseño de la encuesta no respeta la proporción poblacional entre departamentos ni garantiza una cobertura homogénea entre áreas urbanas y rurales. Pretender extender conclusiones de este ranking a un mapa electoral más amplio no solo sería arriesgado, sería metodológicamente inválido.

En síntesis, el ranking departamental no es un espejo fiel de los liderazgos locales. Es, en el mejor de los casos, una foto parcial, condicionada por la metodología, el instrumento de medición y la manera de sintetizar resultados. Esto no lo invalida completamente: los datos, bien leídos, siempre aportan. Pero exige cautela.

En tiempos de sobreoferta de encuestas, el desafío no es solo tener más información, sino interpretarla mejor. Leer los márgenes de error, entender quiénes fueron realmente encuestados, poner en contexto los indicadores y, sobre todo, distinguir entre visibilidad y aprobación genuina. De eso dependerá, en gran medida, que la política del 2025 no se construya sobre espejismos.

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