¿Qué pasa cuando el Estado decide retroceder justo donde más se lo necesita? Esta es una historia personal sobre el cáncer, la burocracia y el miedo. Pero también es una advertencia pública sobre lo que implica desmantelar instituciones esenciales para la vida. Porque cuando enfrentás una enfermedad como esta, no hay tiempo para excusas ni recortes. Y lo que el Estado deja librado al azar, siempre vuelve. Siempre.
Ilustración: GAJU
Cada uno lleva sus propias marcas y cada quien atraviesa la vida con historias distintas. En mi caso, no sé si existe una palabra más exacta para nombrar al miedo como cuando escucho la palabra cáncer, y mucho más cuando esa palabra se convirtió en mi diagnóstico. No te lo dicen gritando, ni en voz baja; te lo dicen como si nombraran cualquier cosa. Pero para vos, en ese instante, se derrumba el piso que te sostiene. Desde ese punto de quiebre, lo que sigue es puro azar.
El cáncer avanza rápido, eso es lo que te repiten. Mientras más temprano lo detectás y más pronto comenzás el tratamiento, mayores son las chances de quedarte en este plano. Justamente eso lo vuelve tan angustiante, necesitás actuar con urgencia, en paralelo a un sistema que no responde a la misma velocidad.
Recuerdo mi primer día de tratamiento (un jueves). Tenía que estar a las 9 de la mañana en el hospital de día, pero aún no teníamos las drogas ya que la obra social no las había aprobado. Habían pasado diez días desde que enviamos la orden médica, y nadie había dado respuesta. No estaba pidiendo un procedimiento estético, no era un capricho, ¡tenía que hacer quimioterapia! ¿Y no me lo aprobaban? ¿En serio?
Llamamos al 0800 una y otra vez. Nadie resolvía. Las horas pasaban, la ansiedad, el dolor de panza. Decidimos ir directamente a las oficinas de la obra social, en pleno centro. Hablamos, insistimos, nos enojamos. ¿Por qué no entendían que no quería privilegios, solo quería curarme? Tuvimos que pedir ayuda a una amiga que conocía a alguien de auditoría médica, que intercedió. Y recién entonces, como si la salud dependiera de favores personales, nos aprobaron la medicación. La retiramos por una farmacia. Y finalmente, a las 15:30, pude conectarme al suero; casi siete horas después del horario pautado.
Y yo tenía obra social. Tenía voz para hablar, para reclamar, para gritar si hacía falta. Tenía conocidos. Tenía acceso.
Ahora, estimado lector o lectora, imaginate si no tenés nada. Si no tenés cobertura, ni médico de cabecera, ni un sistema que te ampare. Imaginate enterarte de un diagnóstico así, en una salita médica sin recursos, sin especialistas, sin laboratorio. Donde apenas hay alguien que te dice lo que tiene que decirte, sin tiempo para explicarte qué viene después. Y donde el hospital que te corresponde —ese que puede darte tratamiento— está a 300 kilómetros, y el pasaje en colectivo sale más de lo que tenés en el bolsillo.
Imaginate llegar a ese hospital grande, después de un viaje largo, con turnos colapsados, con gente esperando desde la madrugada, con formularios interminables. Imaginate hacer la fila en Oncología sin saber si te van a atender hoy, o si te van a dar turno para dentro de dos meses. Imaginate que te recetan un medicamento, y que ahí empieza otro peregrinar; conseguir que el hospital lo tenga en stock, o que te lo aprueben desde algún programa nacional o provincial, o que te digan que “vuelvas la semana que viene a ver si llegó”.
Que te exijan papeles, fotocopias, certificados, firmas, autorizaciones que nadie sabe bien dónde se consiguen. Que te manden de una ventanilla a otra mientras el tumor sigue creciendo. Que te digan que falta un número de expediente, que el pedido está “en trámite”, que están esperando respuesta de no se sabe quién. Que te devuelva el sistema la espalda burocrática de un Estado que se diluye.
Imaginate lo que es pelear por tu vida mientras peleás por un remedio. Lo que es tener que mendigar una droga oncológica como si fuera un favor. Lo que es enterarte que te corresponde, pero que “por ahora no está disponible”. Y así se van los días. Se te va la esperanza. Se te va el cuerpo.
Acaban de cerrar el Instituto Nacional del Cáncer. Lo que fue creado para coordinar la lucha contra una de las enfermedades más duras que existen, ahora será apenas una unidad dentro de un organigrama más grande. ¿Qué significa esto? Que pierde autonomía, pierde poder de decisión, y con seguridad pierda recursos, prioridades, y técnicos. Y lo mismo con los cuidados paliativos, con la formación de profesionales, con los registros epidemiológicos que permitían saber dónde estaban los casos y qué necesitaban. Se apaga la luz en un área donde no debería faltar ni una vela. Yo solo me pregunto qué hay detrás de una decisión así. ¿Ideología? ¿Desprecio? ¿Ignorancia? ¿O un poco de todo eso junto?
El cáncer no te pregunta por tu ideología. No distingue provincias ricas de pobres. No espera que el Estado esté más ordenado y eficiente. El cáncer avanza. Y cuando el Estado decide mirar para otro lado, se condena a la desigualdad a hacerse cuerpo. Porque el cáncer, como tantas otras enfermedades, no se sufre igual en CABA que en La Quiaca.
Se justifica el cierre diciendo que todo seguirá “funcionando dentro del Ministerio”. Pero los que conocemos cómo funcionan las cosas desde adentro, sabemos que cuando se pierde un área especializada, con autonomía, con presupuesto y equipos propios, lo que se pierde es capacidad de respuesta. Lo que se pierde es tiempo. Y el tiempo, cuando tenés cáncer, no es una categoría abstracta, es la diferencia entre un diagnóstico temprano o uno tardío. Entre vivir o morir.
Un gran dirigente de lo social me dijo hace poco algo que no puedo olvidar: “lo que dejás librado al azar, te vuelve como Estado”. Y yo agrego, te vuelve como deuda, como injusticia, como muerte evitada. Porque cerrar un instituto no es solo mover un casillero administrativo, es quitarle a alguien una posibilidad, es achicarle la esperanza. Cuando el Estado se retira, no deja un vacío, deja abandono. Y el abandono se paga con vidas.
Tuve cáncer. Y sobreviví. Por eso hablo. Por eso escribo. Porque sé que, sin apoyo, sin seguimiento, sin médicos formados, sin políticas públicas, yo también podría haber sido uno de esos que se apagan en silencio, sin diagnóstico, sin morfina, sin consuelo. No es lo mismo tener cáncer con un Estado presente que sin él. No es lo mismo tratar el cáncer como una prioridad de salud pública, que dejarlo librado a la suerte. No se puede ajustar la salud sin medir el daño.
Y, sobre todo, no podemos mirar para otro lado cuando se juega la vida de miles. Porque tal vez no nos toque hoy, pero cuando llegue, como llega, vas a necesitar algo más que un discurso. Vas a necesitar sistema, humanidad y cuidado. Y si no los defendemos ahora, quizás cuando los necesitemos, ya no estén.
