El estreno de la séptima temporada de “Black Mirror” renueva preguntas en torno al vínculo de los seres humanos con la tecnología. También plantea nuevas. ¿Qué sucede cuando las máquinas ya no sólo nos imitan sino que nos devuelven la mirada?
Las imágenes transmitidas por los mitos y ficciones de nuestra cultura influyen profundamente en cómo concebimos la tecnología. En estas narrativas, el conflicto suele surgir cuando “la creación” comienza a pensar por sí misma. Black Mirror (2011), una serie que se sitúa en un futuro distópico, expone el lado más oscuro del uso de la inteligencia artificial. En formato antológico, cada capítulo cuenta una historia autónoma. Cada uno muestra cómo la ciencia avanza sobre los aspectos más sensibles de lo humano, en cuestiones que atañen a nuestra condición ética. ¿Cómo se castiga a quienes delinquen? ¿Cómo se encuentra el amor? ¿Cómo se diseñan las campañas políticas? ¿Qué impacto tienen los “me gusta” en las redes sociales? ¿Cómo se puede evitar el dolor del duelo?
La séptima temporada de Black Mirror ha decepcionado a muchos espectadores, quienes la catalogan de “soft”. Es cierto que no tiene el mismo impacto que las primeras entregas. Sin embargo, como dice el refrán: lo que Juan dice de Pedro, dice más de Juan que de Pedro. ¿Será que el futuro ya está aquí y ya nada nos sorprende? Uno de los motivos posibles puede ser el cambio de productora. Las primeras dos temporadas fueron realizadas por Channel 4, una emisora británica conocida por ofrecer contenidos más alternativos que la BBC. En 2016, los derechos fueron adquiridos por Netflix, que se hizo cargo de la producción desde entonces. La intensidad crítica de las primeras temporadas perdió fuerza con el nuevo enfoque.

Por otro lado, desde 2011 hasta hoy se han producido avances tecnológicos tan significativos que muchas de las premoniciones imaginadas por la serie ya se han vuelto realidad. Por ejemplo: el episodio que muestra entregas sin humanos encuentra su paralelo en la vida real con “e-Palette”, una camioneta autónoma desarrollada por Toyota y Pizza Hut. O el caso de “Vuelve enseguida”, donde una pareja recrea a un ser querido fallecido mediante IA: una idea que hoy se refleja en robots capaces de imitar personalidades reales.
Leo una noticia en redes. Por primera vez desde su creación en 1950, el icónico test de Turing ha sido superado de forma empírica por dos modelos de inteligencia artificial: GPT-4.5, de OpenAI, y LLaMa-3.1, de Meta. Ambos lograron engañar sistemáticamente a evaluadores humanos, al punto de ser indistinguibles de una persona real.
¿Qué es el test de Turing? Es una prueba que evalúa si una máquina puede exhibir un comportamiento inteligente indistinguible del de un ser humano. Se realiza mediante conversaciones escritas, donde un evaluador humano debe determinar si está dialogando con una máquina o con otro humano. Lo sorprendente fueron los resultados: GPT-4.5 fue identificado como humano en el 73% de los casos, superando incluso al humano real con el que se le comparaba. LLaMa-3.1 alcanzó un 56%, lo que también califica como aprobación.
Inmediatamente pensé en el episodio 3 de esta nueva temporada de Black Mirror: “Hotel Reverie”. Una actriz famosa, cansada de interpretar siempre los mismos papeles, es convocada para protagonizar la remake de un clásico de época. La productora emplea un sistema novedoso mediante el cual puede transferirse la conciencia física y mental de la actriz a una dimensión artificial 3D. Los demás personajes son interpretados por los actores originales. Siempre que ella diga el guion exacto, no hay conflicto. Pero se equivoca. Y la otra protagonista, teóricamente una réplica sin conciencia, reconoce en ese error los vestigios humanos que la originaron. Ambas actrices se enamoran, y es allí donde comienzan a aparecer preguntas esenciales.
Eso es lo más interesante de este episodio: el impacto que tienen esas máquinas cuando se acercan a nuestro yo más profundo. Si todos los sentidos pueden ser engañados, ¿qué es lo real? ¿Somos una performance? ¿El amor es una puesta en escena? Una parte de nosotros se resiste a creer que las IA puedan pensar, imaginar, crear. Y sin embargo, saber que no son reales no disipa la insatisfacción que generan. Entendemos que sus resultados están limitados por el material con el que se las nutre—fotos, textos, videos, audios—y aun así, quedamos con hambre de más.

Tomo prestada una pregunta que leí por ahí: “¿Cuánto de las habilidades sociales que adquirimos en una vida compartida puede ser programado en una máquina?”
El futuro llegó hace rato. La posverdad reina. En medio de la neblina, encuentro las palabras de Rebecca Solnit: “Sócrates dice que puedes reconocer lo desconocido porque lo recuerdas. Ya conoces aquello que te parece desconocido; ya has estado aquí antes, sólo que cuando eras otra persona”. Con eso, simplemente se desplaza la ubicación de lo desconocido: el desconocimiento de los demás pasa a ser desconocimiento de uno mismo.
Black Mirror renueva la pregunta: ¿Qué es lo que saldrá de mí en esta ocasión? Tal vez la tecnología no solo imita nuestras emociones, sino que las despierta.

