Historias del Pueblo Alberdi

Una travesura que terminó en tragedia

En el invierno de 1939, una inesperada tragedia golpeó duramente al vecindario de Pueblo Alberdi, sacudiendo el habitual acontecer cansino y casi monótono de gente humilde y laboriosa. El poblado crecía en su sector céntrico, en tanto, de a poco recibía algunos beneficios del progreso: loteos de las viejas quintas, apertura de calles, alumbrado público y no muchos adelantos más. No era fácil vivir “del otro lado de las vías”. En la periferia del pueblo, con inmensos descampados de por medio, se levantaban algunos ranchitos y quintas que albergaban a puesteros o encargados obligados a trabajar “de sol a sol” para obtener el sustento diario -por lo general insuficiente- para una prole numerosa y necesitada. 

El hecho sucedió en la mañana del jueves 13 de julio de 1939. Alrededor de las 10, dentro del campo El Marne, propiedad del capitán Manuel J. Giacchino, andaban el boyerito Jorge Ignacio Oyola (16) junto a su amigo Juan Beluz (14) en la misión de cuidar los animales del patrón. De pronto, descubrieron la boca del caño maestro de la cloaca que cruzaba el territorio con rumbo a la planta depuradora ubicada a una legua y media de allí, en el paraje La Gilda.

No hacía muchos años que esa extraordinaria obra de ingeniería había sido concluida, trayendo con ella el progreso y la salubridad para los riocuartenses del centro. En verdad, los muchachitos ya habían visto antes el negro redondel con la curiosidad latiendo en su inconsciente imaginación. Exactamente a la altura de la hoy calle José Severo Malabia esquina Intendente Daguerre.

De acuerdo con algunas versiones, se decía que las autoridades militares del cercano Regimiento 14, cuyas tropas era común que anduvieran de “maniobras” por la zona, habían advertido de la peligrosidad que traía consigo cualquier intento de bajar a las profundidades de la red cloacal y hasta habían “prohibido” a los niños acercarse a las tuberías. Por lo tanto, había antecedentes sobre hechos similares.

Apuesta de por medio, sin más vueltas, Jorge Oyola y Juan Beluz se las ingeniaron para correr la pesada tapa metálica de su lugar, incluso al momento del esfuerzo final sumaron la ayuda de un caballo para la cinchada. De inmediato, abierto el orificio les devino la inquietud por ver el ignoto interior del cilindro. ¿En qué consistió la apuesta? Nada más que en demostrarse, uno a otro, quién era el más valiente para descender a la hondura. Además, había un premio en juego. ¿Cuál era el trofeo por vencer el temor? Un cigarrillo.

Más audaz, Jorge fue quien primero se introdujo en el caño bajando con agilidad por la escalerilla, mientras Juan seguía sus movimientos panza abajo apenas asomando la cabeza desde la altura. Todo fue muy rápido. Sin que su amigo pudiera balbucear palabra, Juan escuchó cuando Jorge cayó a las aguas sin haber podido soportar la acción penetrante de los gases acumulados. El eco del golpe sonó como una alarma. Ante la falta de respuesta a su llamado, Juan intuyó que algo malo había pasado abajo y, sobresaltado por el miedo, comenzó a correr en búsqueda de ayuda. En el camino se cruzó con Santiago Garay (17) y Carlos Palacios (16), muchachos conocidos que también vagaban por el lugar. Agitados por unas veinte cuadras recorridas en alocado tropel, los tres llegaron hasta la casa de la familia Oyola, en el humilde barrio Los Aguariguay.

Tras los gritos de aviso, se revolucionó el caserío. El primero en llegar a la tubería abierta fue Carlos Manuel Oyola (20), un hermano mayor de Jorge quien, preso por la angustia y asolado de mal presentimiento, por salvar a su hermano se metió sin precaución ninguna pero casi en el acto sufrió los efectos de las emanaciones tóxicas, cayendo también a la pestilente corriente.

En ese ambiente de impotencia y caos, acertó a pasar en sulky por el lugar Zacarías Calderón (37), otro vecino del pueblo mercedario. Ante el movimiento y el gentío amontonado, el criollo se apeó del vehículo. Enterado de lo que pasaba increpó –¡pero que hacen todos mirando y no bajan a ayudar a esos chicos..! Dispuesto a dar una mano, se quitó las alpargatas e infló el pecho aspirando el aire frío de la mañana. Con sumo cuidado y lentitud de movimientos penetró por la boca siniestra. Al tocar fondo buscó a tientas con los pies un contacto con los cuerpos. No tardó en darse cuenta que los jóvenes no estaban allí porque, sin dudas, ya iban siendo arrastrados aguas abajo por la corriente. Alcanzó a dar la noticia a los que aguardaban en la superficie. En eso, empezó a escasear el oxígeno por lo que decidió salir. Subido a la mitad de la escalera, comenzó a desvanecerse por los vapores y a tambalear ante la desesperación de los vecinos que lo miraban desde el brocal superior e intentaban tomarlo de las manos. Uno de ellos alcanzó a rozar sus dedos en el intento. Pero el noble paisano también cayó a las fétidas aguas.

Cuando llegó la policía de la Subcomisaría de Alberdi y luego los operarios de Obras Sanitarias de la Nación, nada más pudieron hacer. No quedaba otra cosa que asistir al rescate de los cadáveres, esperándolos al final de la corriente, es decir, en la orilla del río. En el interín, se abrieron y cerraron compuertas para procurar el desvío directo de las aguas servidas hacia el cauce del río Cuarto y facilitar el paso de los infortunados hombres, impidiendo la entrada a las piletas de decantación.

Tensa espera

Así fue como el dramatismo se trasladó a la costa del río en una prolongada espera. Los cadáveres de los dos muchachos aparecieron recién a la siesta, por orden de caída: primero Jorge, luego Carlos. En tanto, el valiente aparcero -de mayor tamaño- quedó atascado dentro de la tubería, de modo que los socorristas debieron internarse para extraerlo bastante tiempo después.

El médico forense, doctor Héctor José Bina, confirmó los tres decesos como asfixia por inmersión. Lo que principió como una inocente apuesta o travesura de muchachos, lo mismo da, había terminado cruelmente con la muerte de tres personas.

Al día siguiente, el diario “El Pueblo” tituló: “Una verdadera tragedia provocó la travesura de dos menores. Tres personas se ahogaron en un caño maestro”. El vespertino “Justicia” publicó una extensa crónica del suceso.

Como es de imaginar, de los momentos de dolor se pasó a las consecuencias, es decir a las cicatrices. Los Oyola conformaban una familia numerosa que habían prohijado Evarista Ponce y Eustaquio Oyola. La mamá de los muchachos nunca pudo superar el desgarrón que se produjo en su alma. El desconsuelo se apropió de su vida, sin encontrar resignación posible. Cayó en cama y murió de pena tiempo después, por lo que los demás hijos fueron repartidos entre los familiares. Hasta hace uno años sobrevivían Pedro Oyola y Adela Oyola de Gremiger.

Por su parte, Zacarías Calderón (1892-1939), hijo de Secundina Calderón, tenía a Manuela García como mujer sin haberse casado. A la vez, estaba unido de hecho, cosa por demás común entonces, a Francisca Domínguez (1908-1950) -llamada “Pancha”- y eran padres de una niña de nueve años (mamá de la escritora Mirta Gladys Haseney) que aun vive y guarda apenas algún que otro lejano recuerdo de aquél hombre. A propósito, le rememoraba al autor: “Yo nací en 1930. Hoy me quedan imágenes borrosas de él. Tengo grabado cuando solíamos salir a pasear los tres en el sulky. Vivíamos juntos en una casita en lo que hoy es calle Aníbal Ponce y Adelia María. La calle apenas era una huella, no tenía nombre, y las casas estaban dispersas. Al frente había un campito que Zacarías sembraba y cosechaba. Allí también pastaba su caballito. Nunca supe porqué no se casaron. Mamá no hablaba del tema y tampoco yo preguntaba, no era usual andar averiguando. Sobre el suceso en sí, me quedó como todo el mundo corría, hablaban y corrían, supongo que iban hasta el lugar del accidente. Cerca del mediodía, alguien vino y le avisó a mi mamá que uno de los ahogados era mi padre”.

Uno de los hijos de Vicente Calderón (1895), hermano del difunto Zacarías, tenía por entonces unos siete años. A paso de los años Vicente Ignacio Calderón (1932) también nos recordaba lo suyo: “Yo soy el menor de los hijos y todos vivíamos en Banda Norte. Aquél día se armó un revuelo bárbaro, apenas enterado por la tarde, mi papá se vino hasta el Alberdi. Demoraron bastante en sacarlo a Zacarías porque, como era grandote, había quedado encajado en el caño. Como el velorio fue en la misma casita, mi papá nos trajo a todos en el mismo sulky del tío. Ese viaje fue un verdadero acontecimiento. A esa edad uno, en su inocencia, no tenía la dimensión de la tragedia”,afirmó el memorioso pariente.

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