Del abuelo a la nieta, la tradición de hacer reír

Los Tapia son sexta generación de payasos y llegaron a la ciudad de la mano del Circo Rodas. “Los Gatitos” son un trío integrado por Manuel, Julio y Camila: abuelo, hijo y nieta. Viven en casillas rodantes, van a la escuela y aprenden distintos idiomas. Aseguran que se aburrirían si vivieran siempre en el mismo lugar. Familia nómade, amante de la aventura. Su mayor desafío, hacer reír en épocas de manos aferradas al celular.

Fotos: Santiago Mellano

El sol acaricia los rostros de quienes caminan. El viento y la tierra se funden en un abrazo y son los protagonistas de la tarde. Alguna manga corta arrugada aparece y sienta bien. Nos paramos frente a la imponente carpa del circo Rodas. Es gigante y se está armando. Es inimaginable describir la magia que vive entre esas lonas. Los millones de risas que haya cobijado, los momentos que se volvieron recuerdo.  A lo lejos, entre la lona y las cuerdas, se acercan tres “manchas” azules. Son “Los Gatitos”, una familia de payasos: abuelo, hijo y nieta. Cada uno tiene un andar distinto: Don Gato, Manuel, viene más lento y con la seguridad que le dan los años. Gatito, Julio, quien se aproxima a paso rápido, con semblante amigable y la sonrisa brotada, y por último viene ella, Gatita, Camila, con aire desprejuiciado y alegre. Se empujan, se cargan, se ríen. Se los ve sin apuro y con ganas de contar su vida y su modo de vivirla. “Somos nómades, es una vida linda. Nos gusta, conocemos muchos lugares”, dice Julio, mientras se acomoda en una de las butacas del circo que se está armando. Mueve sus pies, al compás de sus chalupas blancas, y mira de reojo a Camila, que está a su lado. Ella codea a su abuelo, lo carga y hasta le hace cosquillas. Una complicidad única.

“Somos sexta generación de payasos de circo. Somos la familia Tapia, mis parientes son oriundos de Bolivia, Chile, Argentina. Mis tatarabuelos y bisabuelos ya tenían circo; eran payasos y dueños de circo. Mis tíos eran malabaristas, contorsionistas, trapecistas. Mi abuelo tenía el circo y hacia las lonas de las carpas”, dice Julio, y agrega: “Amo ser payaso, es un culto para mí. Es un placer hacer reír al público. No hay taller de circo, no hay escuela de teatro que te enseñe a ser payaso. El payaso de circo se lleva en la sangre. La impronta del payaso nace del alma, de bien adentro”.

En un rapto de nostalgia, Julio vuelve a su niñez. Recuerda la primera vez que le dijo a su papá que le pintara el rostro de payaso. La vida se detuvo allí y tuvo la irrefrenable certeza de lo que quería ser toda su vida. “Hay muchas comicidades y una de las más difíciles es la del payaso de circo. Tenes que hacer reír al niño, a la juventud, al papá, a la abuela y hacerlo desde un humor sano. El payaso no puede ser agresivo, ni hacer un chiste en doble sentido o pasado de tono. Nosotros tenemos que cuidar todos esos aspectos. Es muy difícil sobre todo en esta época: hoy está internet, los niños navegan por la red, hay youtubers, dibujos animados subidos de tono.  Cuando venís al circo y te reís de cosas sencillas, sanas, es maravilloso. Es triste ver algunas veces al público con el teléfono. Lo ideal es que se olviden del celular y se dispongan a disfrutar”. 

Manuel nació en Chile y no se desprendió de su acento. Tiene una expresión de alegría en su cara, de agradecimiento con la vida. El maquillaje destaca los surcos de las arrugas de su piel. Se acomoda la nariz roja, mira fijo y dice con ternura: “Uno va caminando y en el camino hay muchas formas de llegar a ser artista. Uno va buscando su camino y lo encuentra en el circo”, dice ante la mirada amorosa de su nieta. “La comicidad nace con uno, es un don que Dios nos da. Es hermoso hacer reír sanamente a la familia. Cuando uno ve el circo lleno y siente la risa del público, es maravilloso”.

Toca con la yema de sus dedos una de las piedras que visten su traje, y sigue: “Tengo 76 años y tengo más de 55 años en el escenario, los otros años no se cuentan porque estuve aprendiendo. Con el tiempo, nos damos cuenta qué lugar queremos ocupar en el circo. La primera vez que me subí al escenario sentí un terremoto de emociones y hoy lo sigo sintiendo”, asegura.

A su izquierda está su nieta, Camila, Gatita, que tiene 17 y es un cascabel. Movediza. Aunque nació en Argentina, arrastra el acento chileno de su abuelo. Seguro para parecerse a quien tanto admira. Ella, al igual que su hermana de 4 años, nació entre gradas y trapecios. Cuando llegó a la familia, hacía poco se habían prohibido los animales en los circos. Antes, era corriente convivir entre elefantes, tigres y monos. “Desde chiquitita supe que quería quedarme y trabajar en este ambiente. Te planteas qué queres ser: si bailarina, equilibrista, payaso. Yo siempre tiraba para el lado de la comicidad porque me salía natural. Cuando haces las cosas con amor, todo sale bien. Estoy con mi papito, con mi abuelito. Es lo más lindo para mí”, dice con satisfacción.

Los tres están maquillados, pero suavemente. Atrás quedó la pintura que marcaba el rostro duro. Tienen delineados sus pómulos, labios y ojos. A los hombres les cuelga la redonda y roja nariz; ella tiene dibujados los rasgos de gatita que realzan su nariz puntiaguda. Sus trajes están impecables,  adornados con piedras cuidadosamente colocadas por la esposa de Julio, mamá de Camila. Sus pelucas, rubias y desprolijas, son cuidadas por la abuela de la familia. Ella vela por esos pelos, que no pierdan su magia. Realmente, un trabajo que involucra a la familia. Todos viajan juntos.

Vida nómade

La vida del circo es cambiante y dinámica. Las noches sin luna, los días sin sol. La lluvia, y la brisa de primavera. Todo pasa entre función y función. El oficio, va a trasmano de la mayoría.  Cuando muchos descansan, ellos están trabajando. Diciembre es el mes de descanso ya que los circos del mundo frenan y deja de girar. En esos días, son dueños de su tiempo y no corren tras la función. “Ya en enero estamos listos para arrancar la temporada, sea en la ciudad que sea, donde el circo nos lleve”, puntualizan.

Julio comenta que su trabajo es como el de un actor o un jugador de fútbol. “Tenemos un contrato con el circo y podemos ir cambiando, en función de las circunstancias. Hemos venido a la ciudad con otros circos, años atrás. Estamos muy contentos con nuestro presente, estar en el Rodas es genial, porque es un espectáculo maravilloso, para toda la familia”.  En este sentido, continúa: “Es una vida abierta a los cambios. Hoy estamos aquí y mañana en otro punto del planeta. He trabajado con rusos, ingleses, alemanes y de todos he aprendido. Es una universidad. Con el Circo de Moscú, aprendí a hablar algo de ruso. Te vas nutriendo, cultivando”, dice mientras se acomoda la peluca.

Faltan horas para el debut en Río Cuarto. Mientras se monta la carpa gigante donde el encanto aparece, y decenas de hombres participan del armado, ellos sonríen. Cada uno tiene un rol en esta función. Alrededor de la incipiente estructura de lona, hay trailers y casillas rodantes, que por dentro son sus casas. Disfrutan de viajar y conocer diferentes lugares y culturas. Abrir la ventana, y siempre tener un paisaje diferente. “Viajar es lo más hermoso que hay. Esta es nuestra vida, hemos conocido desde Ushuaia hasta Tartagal. Vamos de norte a sur y de sur a norte, para mí es hermoso”, dice el más añejo de los payasos mientras hace monerías con su nieta.

Julio recuerda con detalle las ciudades que ha recorrido con distintas compañías. Busca en su memoria y dice que son varias las veces que visitó Río Cuarto. La primera fue en el 93, con el circo de Moscú. “Vine cuando los circos se ubicaban cerca de la vieja terminal, a metros de la Plaza del caballito (Plaza San Martín). Había mucho espacio verde, íbamos al río a jugar a la pelota. Está muy linda la ciudad. Ha crecido mucho”, dice con tono sincero. Su padre, lo interrumpe, y dice que a él también le gusta el verde, “pero el dólar”, desliza mientras mueve la punta de los dedos.

Entre el circo y la escuela

La educación de los niños que viven en los circos se adapta a su estilo de vida nómade. Existe la Ley Golondrina que permite la incorporación de los niños y adolescentes a la escuela, en el lugar que se encuentren. “Hoy fui a la escuela, me recibieron súper bien en el Ipem 29. En el primer día ya agarré toda la confianza. Es una experiencia muy linda, conocés gente nueva todo el tiempo. Siempre es un volver a empezar”. 

“Gatita” viaja con un libro que tiene pase libre. Cada escuela da el pase a otra y así. Menciona que para ella es todo un desafío esta situación, sobre todo cuando van de provincia en provincia, donde la educación suele tener diferencias. 

“¡Contá quien se levanta a las 7 y te lleva a la escuela todos los días!”, dice su abuelo con tono amigable. Los dos se vuelven a reír.

La menor del clan dice que muchos piensan que a los niños en los circos los obligan a trabajar y no es así. “Me parece muy importante dejarlo claro. Jamás en ningún circo los obligan. Acá hay libertad para elegir el camino que quieras tomar, en función de tu talento. También vas a la escuela, te educás, y después decidís qué querés hacer”. 

Don Gato asegura que está jubilado, pero sigue trabajando por dos cuestiones: por lo económico y por el disfrute. “Me viene bien trabajar y me gusta mucho, no podría dejar de hacerlo, es mi vida el circo. Estudiamos en el circo, trabajamos en el circo. Acá somos felices”.

Como el tiempo ha pasado, pueden comparar. Antes, la vida dentro de las lonas era más sacrificada y todo era a pulmón. “Había que levantar la carpa manualmente. Hoy hay máquinas para todo, que facilitan el trabajo. El circo de mi papá era mucho más difícil, viajaban en carretas tiradas por bueyes, todo era precario. Vivíamos en carpitas. Estaban los animales. Todo ha cambiado. Hoy, hay casillas rodantes que son como departamentos”, señala Julio.

El show debe seguir

Como en la vida misma, las penas y tristezas no les son esquivas. “Nos ha tocado vivir el fallecimiento de nuestros abuelos, papás, familiares cercanos. El dolor está, pero uno traspasa las cortinas y se olvida. Con lágrimas, pero hay que seguir. Somos actores, tenemos que actuar”, menciona el más longevo de los gatos ante la mirada serena de los otros, y agrega: ¡tenemos un ratito para hacerlos reír, mirá si lo vamos a desaprovechar!

Esas “manchas” azules, llenas de colores, pegan media vuelta y se pierden entre las gradas. Tienen ese no sé qué que llena de alegría. Son felices y lo transmiten. Nos invitan a reinos más. Podríamos hacerles caso. 

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