Damián Virginilo presenta su segundo libro
Después del encierro, la libertad de las palabras
Damián Virginilo hoy tiene 34 años. Pasó más de seis detenido por un hecho que asegura no cometió. Entre las paredes de la cárcel encontró un escape que le salvó la vida. Hace pocos días presentó su segundo libro de poemas llamado “como el ave Lira”. Su juventud en barrio Alberdi, las huellas de la discriminación, y las personas que fueron su bálsamo. Cómo construir una nueva vida, a través de las letras.
Fotos: Santiago Mellano

Ponemos un punto de encuentro para vernos: El Andino. Minutos después, voy a darme cuenta todo lo que representa este lugar para él. Lo veo a lo lejos, con un buzo naranja y una gorra color beige con letras grandes. Tiene una mochila de donde saca sus dos libros de poemas: el primero, “la Falla del Sistema”; y el segundo, “Como el ave Lira”. Y ya que hablamos de aves, es curioso cómo se oían el cantar de las golondrinas. Esos trinos agudos, rápidos y chirriantes sonaban como campanadas y hasta parecía que se sentaban con nosotros.
Es miércoles, es una mañana sin sol y el cielo amenaza con llorar. La ciudad, remolona, está despertando. Rápidamente, le consulto por el nombre del libro que Damián Virginilo acaricia con la punta de los dedos. “El ave Lira es un ave originaria de Australia. Yo la conocí en un libro. Es un ave que puede imitar cualquier sonido que tiene a su alrededor. Yo, la relacionaba con la época en la cual me tocó estar en la cárcel, podes tener distintas voces que resuenan en tu cabeza: las que te dicen que vas a estar siempre ahí siempre, que naciste para estar ahí, que sos un delincuente o sos un negro; y están las otras cuando yo conozco los libros, empiezo a leer, me relaciono conmigo mismo. Puede pasar que imitás las primeras voces, las escuchás. Muchos pibes terminan creyendo que nacieron para estar presos, y que toda su vida la van a pasar ahí: entrando y saliendo. Pero puede ser que no”, dice Damián mientras entrelaza sus manos sobre la mesa de cemento.

La primera parte de su vida no ha sido fácil. Ágilmente, resume sus orígenes y cuenta cómo la marginalidad te marca y te pone en un determinado lugar. “Cuando naces en un barrio, en un contexto complicado de violencia institucional, simbólica, uno va aprendiendo eso. Hay muchos chicos que no están escolarizados y ven en los paredones las frases: muerte a la policía u hojas de droga dibujadas. Uno, de alguna manera, va incorporando esas cosas. Son mensajes que te quedan”.
Damián cuenta que solo hizo el nivel primario porque tuvo que salir a trabajar. Su papá hacia changas y él lo ayudaba. “Vengo de una familia muy humilde. Soy el segundo de cuatro hermanos. Pasé necesidades: sé lo que es comer una vez al día, ir a buscar la comida al comedor, descomponerme en la escuela porque no tenía nada en la panza. Son muchas horas en la escuela y si no tenías buena alimentación, no aguantabas. Pensábamos que la universidad era para otra gente. Cuando salí de la cárcel, arranqué Trabajo Social y cursé un año. No pude seguir. Tenía 25 y tenía que trabajar sí o sí”.
Por momentos, Damián mira su alrededor. Las palmeras que envuelven el parque de lo que fue la estación de tren son testigos voluminosos de nuestra charla. Corre una leve brisa. Las golondrinas nos siguen acompañando y anticipan la llevada de la primavera. “Para nosotros, que éramos del Alberdi, el Andino era una barrera que no se podía cruzar. Era hasta acá. Nosotros cruzábamos la pasarela, caminábamos por el boulevard y los patrulleros frenaban al lado nuestro. Los policías no decían: ustedes tienen que estar en su barrio, por acá no pueden caminar. ¡No te miento!, la policía nos seguía hasta que cruzábamos. Nosotros nos preguntábamos por qué nos odiaban. Cuando te crías con ese sentimiento amargo en el alma, es difícil. Te sentís menos. Vas generando este sentimiento negativo hacia la policía, hasta por la misma gente del centro. Pensábamos que no podíamos ir allá porque ellos eran más importantes. Para un adolescente es muy difícil”, cuenta con una amargura que acompaña cada palabra.
Menciona que por su aspecto lo detenían. Una y otra vez. Siempre era el mismo policía. “Terminé preso por un robo con arma en el cual yo no tuve participación. Incluso la misma víctima, durante el juicio, le dijo al juez que yo no había sido porque quien lo había asaltado eran personas robustas, y yo mido 1.60. La causa mía apareció como un robo calificado por arma pero yo no tuve ninguna participación. Lo mío fue una persecución y hostigamiento de un policía que estuvo detenido por una causa de narcotráfico. Él me conocía desde que soy chico y siempre me odio, nunca supe por qué. Con mi mamá lo denunciamos la primera vez que me llevó. Antes no había organizaciones que te acompañaran como ahora”, reflexiona.

Fueron 6 años y medio de encierro. Entró con 18 y salió con 25. “Me costó aceptar que estaba preso. Al principio no quería hacer nada. Debe haber más gente condenada así, injustamente como yo y siempre, siendo pobre. El comienzo me la pasé consumiendo, discutiendo y peleando con los guardiacárceles. Me mandaban a los nichos por castigo. Estaba 23 horas y media ahí, salías a limpiar un balde donde hacías tus necesidades, te bañabas y volvías a encerrarte”, cuenta.
Después de los dos años, sucedió algo que lo cambió todo.
Primeras palabras
En la cárcel no hay tiempo. Parece que no corre y no tiene valor alguno. Lo mejor que se puede hacer es inventar algo, para que las horas pasen. Damián empezó a leer y a escribir y esto le abrió una puerta. “Empiezo a escribir cuando estaba detenido, a través de un libro que me da una profe. Era de un chico que estaba detenido y se llamaba La venganza del cordero atado. Cuando lo abrí, encontré una frase que me resonó: es más peligroso un pibe que piensa que uno que roba. A partir de ese libro empecé a leer y después, a escribir”.
Este riocuartense de hablar sereno, que hoy tiene 34 años, sabe que tuvo una segunda oportunidad. “Yo dejé el consumo dentro de la cárcel. Fue durísimo. Deje de consumir en un lugar donde esto es algo común. La abstinencia fue muy dura. Cuando venían esos ataques de ansiedad, me ponía a leer. Me ponía a escribir. La lectura fue mi rehabilitación. Me pasaba noches enteras sin dormir. Pero tenés que tener un objetivo en la vida, un propósito. Yo sabía qué iba a hacer afuera, qué quería para mi vida. Las letras me salvaron”.
Damián asegura que no es escritor, sino que es una persona que escribe. Pasaron varios años entre un libro y otro. Entre verso y verso, aparece la vida misma. “En el primer libro, son realidades de la cárcel. Abusos de poder, de torturas, lo que pasaba ahí en forma de poemas. Entré en el 2008. Era el más chico del pabellón. Tenía 18 años. Cuando me voy en el 2015, la mayoría de los pibes tenían de 18 a 25 años. En aquel momento, de 90 detenidos en un pabellón, el 50% era de Alberdi. El 80% no había pisado el secundario, muchos no sabían leer ni escribir. Los que ocupan las cárceles son los chicos que vienen de pasar años invisibilizados, abandonados, marginados, consumiendo”.

La ayuda tras el muro
Damián es un agradecido de la vida y de la gente que se cruzó en ella. Deposita parte de su suerte en haberse encontrado con las personas indicadas, en el medio de un lugar hostil. “A mí me acompañaron mucho las profes de la cárcel, desde el primer día. Pude hacer el secundario. Ellas me salvaron. Me ayudaron a hacer un currículum cuando salí, me acompañaron a entregarlos, a llenar una planilla. Siempre me sentí acompañado, me abrieron muchas puertas. No a todos les pasa los mismo. Hay mucha gente que sale y está sola. No tienen oportunidades. Me anoté en el programa Pila, que era para mayores de 25 y lo presenté en el Andino y me llamaron. Hoy trabajo en mantenimiento de el Galpón Blanco”.
Además de su trabajo, tiene un taller de carpintería. Un oficio al cual se acercó también en la cárcel. Está en pareja y tiene dos hijos: Dylan y Elí.
Toma su libro y lo mira con ilusión. Lo presentó en la última edición de Aguante Poesía, días atrás. Lo hizo junto a Soledad Ledesma, artista que realizó las ilustraciones. Entre esas líneas están sus ideas, su forma de ver la vida, lo que podría haber sido y no fue. También su libertad, la misma que ganó desde el primer momento que se rindió ante las letras. Las aves vuelan de una palmera a otra, no nos abandonaron nunca. Miran de reojo su nuevo libro.
