Gustavo Zerbino, sobreviviente del accidente aéreo de los Andes   

“Todos tenemos nuestra propia cordillera”

Fotos: Santiago Mellano

Tenía 19 años cuando subió a ese avión que cambió su vida. Vio morir amigos, llorar de hambre y frío, comer carne humana y rezar hasta quedarse dormido. Por 72 días, su hábitat fueron Los Andes y su suelo, la nieve. Había estudiado tres meses medicina y oficio de médico en las Alturas. La premonición que tuvo, qué vio antes de que el avión cayera y la historia de la valija de los recuerdos.

Han pasado casi 53 años del hecho y la historia sigue conmoviendo. Quizás porque los 16 sobrevivientes lograron algo imposible. Lo que nadie, ni en el peor de sus sueños, se imaginaría atravesar. Pero ellos lo hicieron y muchos años después, siguen contando su experiencia. Contando cómo cambiaron el chip para lograr la supervivencia y rebelársele a la muerte, que estaba empecinada con ellos.

Gustavo Zerbino fue una de las 45 personas que subieron al vuelo 571 de la Fuerza Aérea Uruguaya ese 13 de octubre de 1972. Pero tantos años después, está sentado frente a mí, en el marco de una visita a la ciudad para participar de la Semana Agtech 2025. Horas antes del encuentro, dio una charla en la empresa Seed Matriz y pude entrevistarlo. Si hay en el mundo oradores que inspiran, él es uno de ellos. Tiene un andar tranquilo y un volumen de voz bajo. Con una campera azul, anteojos y una barba entrecana, da un afectuoso saludo. “Preguntame lo que quieras, pero no cronológicamente, eso se me hace pesado”, dice de manera cordial y asomando una sonrisa.                                                                    

Ha contado la historia mil veces y lo sigue apasionando. Mostrar la experiencia no solo desde el horror y la adversidad, sino también desde lo bello. Cuando casi podían tocar las estrellas o la luna les hablaba al oído en las noches despejadas. La hermandad, la solidaridad y las acciones de esta sociedad de la nieve.

-¿Crees que hoy serías otro hombre si no hubieses estado en esa situación tan limite?

-Soy un convencido que la Cordillera de los Andes es un hecho extraordinario pero el que fue banana, volvió banana. El que fue tomate, volvió tomate. Te acelera el proceso de aprendizaje, tu potencial interior, pero sos la misma persona. Ves de vos mismo cosas que antes no veías. Ya tenés una vibración, un sentido; esto te amplía la conciencia y te permite llegar mucho más allá. Yo volví siendo la misma persona. Era loco antes, volví igual. Era rebelde, autoritario, solidario. Era un joven feliz, con una gran vocación de servicio; soy el mismo. Me permitió entender el potencial ilimitado que tiene el hombre y verlo en la dimensión de la sociedad de la nieve. Muchos dicen que en los peores momentos ves lo peor de la gente, nosotros, en el peor momento, vimos lo mejor. Éramos un equipo donde cada uno cumplía una función distinta. Teníamos un objetivo común, estábamos organizados, teníamos misión, valores y principios que eran homogéneos. Éramos amigos, íbamos al mismo colegio, vivíamos en el mismo barrio, teníamos la misma religión y jugábamos al rugby. Es un deporte de sacrificio y es democrático porque sirven todos: el lento, el rápido, el alto, el bajo. Todos. Además, el deporte te enseña que el juez siempre tiene razón, aunque se equivoque. Te ayuda a aceptar la realidad. Al aceptarla, ya en ese momento, sos parte de la solución.

-¿Qué rol tuviste en la montaña?

Todos los días fue distinto. Con Roberto Canessa fuimos los médicos del avión. Yo solo había cursado tres meses en la facultad de Medicina, y el seis. Ahí te das cuenta que los seres humanos tienen toda la información desde que existe el hombre, adentro de su ADN. Y cuando es necesario, cuando te conectas con el sincero deseo de solucionarlo, se te rebela. Es algo instintivo que tenemos. En la cordillera afloró esa sociedad solidaria que construimos con el único objetivo de sobrevivir. La única norma era que estaba prohibido quejarse.

-¿Cómo haces para no quejarte cuando todo lo que te rodea es adverso?                                                                                                

Justamente, si todo es adverso, de qué te vas a quejar. Estábamos vivos. Todo lo que vivís es adverso, pero solo podes no quejarte porque estas vivo. Ahí salís… te das cuenta que los hechos que suceden en la vida no son buenos ni malos, son hechos, y tenes dos posibilidades: aceparlo y agradecer y ser parte de la solución y la otra enojarte, pelearte con la realidad. Llenarte de dolor y enojo. Ser parte del problema. En la cordillera entendimos que por más que lloráramos, gritáramos la primera noche, nada cambiaba. Pero gritar, despotricar y quejarse, te agotaba. Te gastaba la batería, perdías agua, te deshidratabas, te producía angustia. Entonces llega un momento que estas harto de estar harto y decidís hacer algo distinto. Era aceptar lo que nos tocaba vivir y sin quejarnos, sabiendo que iba a ser difícil pero posible. Las cosas difíciles demoran un rato; lo imposible, un poquito más. Para eso tenes que estar permeable, dispuesto y saber que en la vida te tenes que levantar una vez más de las veces que te caíste.                   

Gustavo, que supo tener la piel de hielo, saborea un café negro y escucha con atención cada pregunta. Se toma unos segundos para responder. A medida que avanza la nota, habla con las manos. Su voz ya no es tan pausada y comienza a relatar momentos extremos. El horror, el amor, la muerte y la amistad cabían en un solo cuerpo. En el cuerpo y el espíritu de todos los que estaban en ese fuselaje roto, bailando al compás del viento gélido que peinaba la cresta de las montañas.

-¿A qué le tenías más miedo? ¿Qué sufriste más?

 La verdad es que no teníamos miedo. Porque vivíamos adentro del miedo. Es un estado tipo Matrix, que atravesas la dimensión humana y pasas a un estado que, para sobrevivir, tenes que apagar la conciencia, bajarle el volumen a la mente y empezas vos a conectarte con el deseo de vivir, de crear. Sos boleta si le haces caso a la mente que decía que te ibas a morir.

Gustavo asegura que siempre fue una persona muy intuitiva y que no quería subir a ese avión. Una premonición le atravesó el cuerpo a este joven rugbier aquel octubre. “No quería subir al avión. Nosotros hicimos todo para no viajar el viernes 13. Por eso viajamos el 12 pero el avión paró en Mendoza, y nunca entendimos por qué. Nos tuvimos que quedar en Mendoza una noche y al otro día, seguimos. Era viernes 13 y antes de subir, yo que siempre fui jodón, ese día estaba blanco. Sentí algo, no sé explicarte qué exactamente”.

En este devenir del recuerdo, cuenta que todos iban cantando y riendo y que él decidió ir a la cabina del avión. “De repente, yo veo por la ventana las montañas, que estaban debajo nuestro. De repente sentí algo. Me levanté y entré a la cabina de los pilotos y los vi tomando mate. En vez de mirar para adelante, estaban de costado y uno me dice: chiquito, quédate tranquilo, este avión es automático, moderno. Cuando mira para adelante, ve montañas de unos 5 mil mts. Y nosotros veníamos volando por montañas de 2.500 mts. de altura. Era un monstruo por delante. Me gritó que me fuera y me sentara. Enseguida agarramos un pozo de aire terrible y terminamos pegados contra el techo. El avión no podía subir más de 5 mil mts. y cuando empezó a subir y subir, las montañas estaban cada vez más cerca. Me levanté, me saqué el cinturón, y me agarré del portavalija. Ahí empecé a sentir el sonido del pipipi, cuando el avión entró en pérdida. Chocó con la montaña, se cortó a la mitad y cayó la punta hacia abajo, como una montaña rusa. Atrás mío se partió el avión, donde yo estaba sentado, se voló completo. Si yo me quedaba sentado, estaba muerto”.

Esa fue la primera vez que esquivó la muerte. Después de eso, pasó de todo. Tras la caída, murieron 12 personas, y ese solo fue el comienzo. Con los días, 17 vidas se apagaron por como consecuencia de las heridas, la falta de alimento, una avalancha o el frío que perforaba los cuerpos. Cuando tenían suerte, abandonaban de día el fuselaje y miraban de reojo el sol. Por las noches, algunas de ellas, solo escuchaban los murmuros de los rezos. Cada uno hacia lo que podía bajo ese cielo. 

– ¿Había momentos de felicidad

Lo único serio en la vida es el sentido del humor. El humor que teníamos en la cordillera era tan sarcástico, tan negro. Cuando vos te reís de algo espantoso, lo minimizas. La risa es una catarsis que suaviza. Teníamos muchos momentos de risa y de dolor. La risa te limpiaba, te tranquilizaba.                  

Gustavo fue uno de los primeros que se lanzó a caminar en la fría montaña. Querían buscar la cola del avión. En esa expedición, el sol quemó sus ojos, y le lesionó la visión por un largo tiempo. “Yo participé de las primeras expediciones. Después de que escuchamos que habían abandonado la búsqueda, yo me revelé y no quería ser un cadáver. Nos fuimos y dormimos a la intemperie sin bastones, sin cuerda, sin nada…nadie sobrevive a eso, a 35°, 40° bajo cero, y lo hicimos. Toda la noche pegándonos piñas, saltando la rodilla sobre los glúteos, sobre el pecho para producir edema, vasodilatación y así vivir. Para vivir, había que pegarnos. Yo tenía que pegar con todas mis fuerzas para que el otro no muriera y que no me dejara morir. Cuando bajamos de la cima, encontramos 3 asientos. Estábamos en un lugar donde nunca nadie iba a volver. Ahí me di cuenta que debía sacarles a esos pasajeros la cruz, el reloj o los documentos. Me autoimpuse esa misión intuitivamente. Durante 72 días me dediqué a juntar las pertenencias de mis amigos fallecidos para poder llevárselos a sus familias. Lo pensé como una forma de que las familias pudieran hacer sus duelos”.

Gustavo, fiel a la promesa que se había hecho a sí mismo, preparó y cuidó esa valija con todas sus fuerzas. La misma se había vuelto muy pesada. Cuando el infierno blanco terminó y vinieron a rescatarlos, no le dejaban subir ese peso extra al helicóptero. Cuando recibió un “no” como respuesta, se sentó sobre el bolso y dijo que sin él no subía. Lo logró. Al llegar a Uruguay, un mes estuvo visitando a familiares de los fallecidos, llevando recuerdos y contando cómo habían sido los últimos días.

En el diario de supervivencia figura que decidieron, entre todos, comer carne humana para poder seguir viviendo. Ya no había qué llevarse a la boca y los cuerpos estaban desgastados. Hicieron un pacto. Cada uno podía ser alimento que salvara una vida.

-¿Siempre pensaste que ibas a volver con vida?

 Acá estamos vivos y para morirte, tenés que hacer algo. Allá la muerte era lo natural. Te quedabas media hora quieto y me morías congelado. La muerte era lo natural. Lo difícil era vivir. Nosotros nos revelábamos a morir de esa manera. Íbamos a hacer todo lo posible para pelearla. Teníamos fe, y cuando no había fe, estaba la ilusión que es la hermana menor de la fe. Todas esas cosas se vuelven una cinta transportadora que te permiten caminar por encima del miedo, de la angustia y del dolor. Te da fuerzas.

Este uruguayo de 72 años asegura que la historia de ellos es una de amor, de solidaridad y vocación de servicio. “Ni un milagro ni una tragedia. Hay milagros y tragedias, pero es la historia de todos los seres humanos que tienen que pasar por momentos difíciles en la vida, que tienen que pasar por una cordillera. Todos tenemos nuestras propias cordilleras. No hay un dolorímetro que mide quien sufre más. Para cada uno, el suyo es el dolor más grande”, dice a modo de reflexión.

Nunca van a faltar las cordilleras pero no hay que dejar de caminar. Las cosas extraordinarias ocurren de vez en cuando. 

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