Encomiable y emocionante adaptación de una ópera de Gaetano Donizetti, con los chicos pegados a las butacas
Por Ricardo Sánchez
Si hay alguna creación humana que cuenta con las propiedades notables de un elixir, pócima incorpórea cuyo poder vivificante disque puede alcanzar la inmensidad, eso es el arte.
Muchas veces alcanza con pequeñas dosis de ese elixir para disparar las secuencias más intensas de la criatura humana en lo concerniente a excitar su sensibilidad, esa materia pendiente en este tiempo.
Fue lo que sucedió hace pocos días en el Teatro Municipal, asomando por entre la parafernalia de diversa munición que, durante las vacaciones de invierno, se dispara con una desesperación digna de mejor causa.

Quienes ofrecieron ese elixir, poderoso aun en pequeña dosis, fueron un grupo de muy buenos cantantes, una pequeña narradora, un pianista, una regisseur debutante en esas lides, un sutil pianista y un director con ganas de actuar.
Entre todos tejieron una experiencia que, perfilada hacia esos niños sueltos de los días sin aulas -cuyo poder de concentración suele ser un caballo desbocado- resultó una medicina sin límite de edades.
Lo que hizo ese grupo de integrantes de la actividad artística de la ciudad, fue tomar “L’elisir d’amore” de Gaetano Donizetti, una ópera bufa dentro de la gran tradición del género, y exprimir su condición de comedia amable sin rebajar su intensidad.
“Melodrama giocoso”, como escribe Donizetti, de aparición postrera dentro de las cumbres del género, “L’elisir…” es un material muy idóneo para ese propósito “vacacional”: su elección fue el primer acierto.
Para no enredar demasiado digamos que cuenta una historia en la que se viene a decir que los caminos del amor son azas misteriosos, al punto de llegar a creer que para transitarlos puede ser útil brebaje inocuo (o no tanto).

Aquí Nemorino está enamorado de Adina que en apariencia no lo registra, hasta que aparece Dulcamara asegurándole, a él, que tiene un elixir (vino en realidad) que, de ser bebido, obrará el milagro de enamorarla, a ella.
Con ese esqueleto, despejando vicisitudes, subtramas y algún personaje, avanza la versión que disfrutamos en el Teatro, haciendo una tramoya con respecto a la voz narradora que impulsa el inicio de la ópera de Donizetti.
Aquí quien tira del relato es una niña que, avant-scene, habla con su padre sobre el libro que está leyendo, la historia de amor de Tristán e Isolda: eso da un giro de cercanía para la versión que se pone en escena.
Es posible que ese quiebre de ambientación bien imaginado, ese recurso del hablar de niña a niños, haya sido el primer paso para introducir en la obra a una platea no habituada que, sin embargo, se dejó llevar por la trama.
Con el favor de la sensación de cercanía que genera esa presencia infantil, lo que se cuenta en adelante, en versión abreviada y simplificada, resulta no sólo atractivo sino respetuoso del espíritu del original.

Y lo que sostiene ese andar virtuoso (he aquí lo más importante y digno de ser subrayado) es la notable prestación de este grupo que, con algún agregado, desarrolla con ligereza el ser arrastrado a otro registro del que le es habitual.
Es cierto es que el Delfino Quirici, ya había expandido su condición de cuerpo coral yendo hacia un territorio de la vis interpretativa actoral: en cualquier caso, volvió a demostrar que no le incomodan esos desafíos.
Con una puesta sencilla, aunque muy expresiva, basada fundamentalmente en el movimiento como vehículo para dar relevancia a las intervenciones cantadas del coro, Katia Ysaacson supo explorar esa cualidad, porque con su sensibilidad estética alcanza.
Con las luces como aliadas, la puesta potenció la participación de los solistas que interpretan los personajes principales, así como el segmento inicial introductorio jugado por Violeta Quiroga Vilte y Julio Menéndez.
En los roles nucleares brillan Sebastián Acosta como Nemorino, que enfrenta solvente el desafío de cantar la célebre romanza “Una furtiva lágrima” y en especial un exultante René de Lellis como Dulcamara, exprimiendo al bufo en cuestión,
Con menos protagonismo por las características de los roles asignados, también la bordan desde un segundo plano Valeria Alcántara y Ana Mascareño, interpretando además de cantar.
La transcripción musical interpretada al piano por ese pianista siempre listo y talentoso llamado Vicente Ronza, que no se deja nada sin deslindar desde el instrumento, completó el círculo para atrapar a un público singular.
Un público de chicos asomados, en una primera aproximación bien dosificada, al maravilloso espectáculo de la ópera. A saber, si volverán a experimentarlo, si el futuro los encontrará en ese disfrute: pero el primer paso ha sido dado bellamente. Y es necesario saludarlo con aplausos.

Todo lo que hay
Este suelto, adosado a la nota referida a la versión de “El elixir de amor”, quiere aprovechar el impulso de la emoción provocada por ese trabajo para contradecir, con toda la fuerza posible, esa afirmación oclusiva, un pelín ignorante y muchísimas veces malintencionada de que, en materia de artes y espectáculos “en Río Cuarto no hay nada”.
Y es que además de ese trabajo aquí comentado, que es mucho mejor que varias de las atracciones foráneas que se programan durante esos días de niños sin escuela hay, y hay mucho. Hay para todos los gustos y como para llenar largamente esta columna, que enuncia sin nombres para no correr el riesgo de quedarse corta y de ser injusta.
Hay tres o cuatro elencos surgidos del Julián Aguirre en consonancia con la Subsecretaría de Cultura, con un gran trabajo de los directores y de las autoridades que los impulsan. Hay elencos de teatro con años de trayectoria, algunos con proyección internacional en su especialidad y otros con una estructura acogedora para expresiones que vienen de otras plazas.
Hay, además de las múltiples academias, varios elencos de danza e investigación que no dejan de proyectar su calidad. Hay cantores y músicos y elencos musicales, y coros, que muestran su calidad en distintos escenarios. Hay un proyecto, en avance, para transformar un espacio único y emblemático como el ex Palacio de Justicia en un reservorio de la memoria cultural que la ciudad no tiene.

Hay la búsqueda constante de los artistas visuales, no siempre tenidos en cuenta en la calidad de sus trabajos pero que le dan vida a las salas que los cobijan. Hay instituciones, bibliotecas, editoriales, reductos para la poesía, ciclos de cine, que despliegan una oferta variada que se suma a las programaciones de los grandes eventos.
Hay emprendimientos privados varios que se han transformado en escenarios reconocidos y considerados a nivel nacional en lo que hace a la programación de géneros específicos como el rock y la música por romántica y bailable, convocando a figuras de gran popularidad, cada una en su ámbito. Y hay un Festival, que tiene una originalidad y una riqueza que Río Cuarto se atribuye con su pretensión imperial pero que en otros ámbitos no puede mostrar.
A cada una de esas manifestaciones del haber artístico riocuartense, puede ponerle el lector el nombre de los artistas que conoce y reconoce, y se encontrará con una larga lista, rica y poderosa. Otra cosa es que el riocuartense espectador recoja el guante de sus creaciones y las apoye. Pero no es que no haya nada, ni por asomo. Eso es todo lo que hay, riocuartenses: es hora de dejar de mirar para otro lado, y de hacerse cargo de todo lo que hay.

