Juicio al COE, por la memoria de Solange

Hasta el último suspiro

En plena pandemia de Covid 19, Pablo Musse (63) atravesó medio país para darle el último adiós a su hija. Aunque llevaba la documentación que lo autorizaba a circular, el COE de Huinca Renancó no lo dejó entrar a la provincia y, escoltado por patrulleros, fue obligado a regresar a un pueblo de Neuquén. Tuvo que conducir, sin descanso, incluso en el tramo de casi doscientos kilómetros de ruta sin curvas, conocido como la “recta de la muerte”. En el mismo auto viajaba su cuñada, una mujer inválida a la que le impidieron durante todo el viaje bajarse a comer o a ir al baño. Hoy, un médico y una trabajadora social están acusados de abuso de autoridad. Pero la duda persiste, ¿todos los responsables están sentados en el banquillo?

Fotos: Santiago Mellano

Barba canosa y aro plateado en la oreja izquierda, el hombre corpulento descansa su metro ochenta y pico en la silla destinada a los testigos de la Cámara Primera del Crimen, de Río Cuarto. Estuvo cinco años esperando sentarse allí y el hartazgo se le nota en la voz y en la mirada. Enfrente, de traje y corbata, tres rostros serios lo escrutan. Sólo uno de ellos, el que está en el medio, lo interroga:

-¿Tiene creencias religiosas?, dice el juez Daniel Vaudagna.

A Pablo Musse la pregunta le desdibuja el semblante. Arruga la nariz, achina los ojos y deja caer un “sí”, que es sólo una formalidad. Aunque el juicio recién comienza, lo que dirá en los próximos cuarenta minutos del lunes 1 de septiembre va a ser tan contundente que acaso tenga un peso crucial en la decisión que dentro de una semana tomarán los hombres de traje, pero sobre todo en el voto de los ocho jurados populares ubicados justo detrás de los jueces.

Musse nunca antes había visto a los dos integrantes del COE que están sentados en el banquillo, acusados de incumplimiento de los deberes del funcionario público y abuso de autoridad. Ahora los tiene a menos de cuatro metros y les dirige una mirada incendiara. No le cuesta identificar a la trabajadora social Analía Morales (52). Es la única mujer en el compacto tándem de cuatro personas donde se encuentra la defensa. Pero, su mirada tantea las otras tres caras en busca de Eduardo Andrada, el médico que durante la pandemia habría dado la orden de “rebotarlo” en el puesto sanitario que se montó en Huinca Renanco, en el límite entre La Pampa y Córdoba. El mismo que, según las palabras de Musse, no aceptó hablar con él, pese a su insistente reclamo en el puesto sanitario.

“¿Sos vos?”, le descerraja con una mirada en la que no cabe más desprecio. “No, no…”, se disculpa  Miguel Ollo Geuna, el abogado defensor de Andrada. “¡Quiero mirarlo a los ojos y hablarle cara a cara!”, exige Musse y obliga al magistrado a llamarlo al orden. “No haga eso, míreme a mí”, lo advierte sin alzar la voz.

El penoso derrotero que depositó a Musse en la silla destinada a los testigos, se inició el 14 de agosto de 2020, en Pottier, un pueblo a 30 kilómetros de la ciudad de Neuquén del que salió acompañado por su cuñada Paola Oviedo, con una misión impostergable: llegar hasta el lecho donde su hija Solange agonizaba, en la ciudad cordobesa de Alta Gracia, a causa de un cáncer que desde hacía diez años la venía asediando.

Nunca lo consiguió. Después de atravesar los primeros cuatro retenes en dos provincias distintas, Musse, acompañado de su cuñada, una mujer de 54 años en silla de ruedas, y de un perro llamado Rocco fueron interceptados a las 6 de la mañana de ese domingo en el puesto caminero de Huinca, donde se hacían los controles de ingreso y egreso, en medio de la cuarentena que se había declarado en marzo de 2020.

Acompañada de su madre, Solange Musse esperó infructuosamente el abrazo de su padre. Murió el viernes siguiente. Y horas antes, con lo que le quedaba de fuerzas, alcanzó a escribir una conmovedora carta de despedida. Hoy esas palabras están talladas en piedra en el mismo acceso de Huinca Renancó donde a su padre y a su tía les impidieron el paso: “Hasta el último suspiro tengo mis derechos”.

¡No pasarán!

Cinco veces les denegaron el permiso para circular, hasta que el sábado 14 de agosto de 2020, las autoridades sanitarias les dieron el ok: a Paola Oviedo porque tenía su domicilio legal en Alta Gracia, y al padre de Solange, por la emergencia de salud de su hija.

Al día siguiente, la familia tenía planeado almorzar todos juntos en Alta Gracia. A las 6 de la mañana del domingo, Musse, su cuñada y el perro estaban en el límite de Huinca Renancó donde quedaron frenados a la espera de que dos horas después llegara el control sanitario y les diera vía libre para pasar.

Entre los requisitos de aquellos días, debían someterse a un testeo rápido de Covid que a Paola Oviedo le dio negativo y a su cuñado dudoso. “Aunque no tenía ningún síntoma, me dicen que no puedo ingresar a la provincia y que por orden del doctor Andrada teníamos que regresar. En cuestión de minutos estábamos rodeados por cinco patrulleros”.

Era el comienzo de un destrato y de un hostigamiento institucional que hasta llegó a poner en riesgo sus vidas. Musse y su cuñada fueron obligados a regresar de inmediato sin posibilidad de bajarse del auto, con los cristales levantados y sin permiso para detenerse a descansar o para bajarse a comprar algún alimento ir al baño.

“No nos matamos en la ruta, porque mi cuñado no se durmió”, había declarado minutos antes Paola Oviedo. “Soy discapacitada motriz de nacimiento, y ni eso tuvieron en cuenta. No nos dejaban bajar a una estación de servicio para ir al baño. Recién al llegar a Realicó, me dejaron hacer mis necesidades al lado de la ruta. La única condición que les puse es que el patrullero se retirara un poco para que no me vieran en esa situación”, contó la mujer. La experiencia la dejó tan traumatizada que cada vez que se topa con un uniforme policial entra en una crisis de nervios. Por eso, en lugar de la Policía, una de las secretarias de tribunales se ocupó de conducirla hasta la sala y, cuando concluyó su declaración la misma mujer se encargó de ubicarla en uno de los laterales de la sala donde Oviedo siguió angustiada el testimonio de su cuñado.

El regreso, un vía crucis

Los policías les sacaban fotos a través de los cristales y fueron obligados a viajar encapsulados, es decir, escoltados por los patrulleros como si fueran peligrosos delincuentes. “No nos dejaban comprar comida. Al final, nos dejaron una vianda arriba del capó del auto y nos hicieron buscarla después de que ellos se hubieran colocado a suficiente distancia”, recuerda Musse.

Los patrulleros iban haciendo una posta. Cada vez que llegaban a un límite provincial regresaban y eran reemplazados por los móviles que estaban esperándolos para seguir camino. “Ellos se iban turnando, nosotros no. Me obligaban a seguir manejando sin descanso. No daba más del cansancio y a las once de la noche solicito parar para dormir unas horas, pero no me dejaron. “Tenemos la orden de sacarlos de inmediato de la provincia”, nos dijeron. En esas condiciones tuve que manejar los 180 kilómetros de recta a la que llaman “la recta de la muerte”, porque muchos automovilistas se terminan durmiendo”.

El esfuerzo por no quebrarse resulta vano cuando Musse evoca el último mensaje que le dejó su hija. “Bendiciones, papá”, fue todo lo que me alcanzó a decir. Por eso hoy, mirándolo a la cara les quiero decir que en ningún momento mostraron empatía y que violaron hasta el mismo protocolo que ellos elaboraron. Este señor alguna vez me pudo pedir disculpas o decirme, me equivoqué, pero nada. ¡Por mi parte, nunca van a tener perdón, aunque sean juzgados”, concluye Musse, ahogado en llanto y con la mirada fija en Andrada.

En la sala se hace un silencio espeso que nadie se atreve a interrumpir por largos segundos. El jurado popular cruza miradas de incredulidad. Los estudiantes universitarios que pueblan las butacas de la sala permanecen tiesos y hasta los jueces, curtidos en estas situaciones, no disimulan su incomodidad.

Musse se levanta de la silla y se acerca al lado de la rampa, donde lo espera en una silla de ruedas la mujer de cabellos cenicientos. Es su cuñada, Paola Oviedo. Ambos se confunden en un abrazo interminable: acaban de revivir las peores horas de sus vidas.

El hilo, por lo más fino

Andrada y Morales, los dos acusados, lucen como el fusible de una cadena de responsabilidades que difícilmente se agote en ellos dos. Ya en el banquillo, cada uno desplegó una estrategia diferente. Defendida por Osvaldo Narcisi, la trabajadora social que en el momento del suceso ya estaba viviendo en Río Cuarto, se despegó del COE Huinca Renancó. Aunque una resolución del Ministerio de Salud que el fiscal Julio Rivero hizo leer en voz alta, da a entender que tenía responsabilidades en el COE de Huinca, ella negó esa relación y dijo que se desempeñaba en la Mesa Epidemiológica del COE Río Cuarto que estaba a cargo del doctor Carlos Pepe. “Mi función era ayudar a colocar a la gente de Córdoba en los hoteles para que hicieran los 14 días de aislamiento que se exigían”, explicó.

Agregó que el 16 de agosto recibió un whatsapp del doctor Andrada. “Me preguntaba si conocía a alguien de la ciudad neuquina de Plottier porque tenía que rebotar a una persona que había dado positivo”.  Analía Morales afirmó que quien tenía la atribución para permitir o no el paso por el puesto sanitario de Huinca no era ella sino Andrada.

El médico que actualmente se desempeña como director del Hospital de Villa Huidobro recibió la brasa caliente sin inmutarse.  Optó por el silencio, se limitó a negar la acusación y dijo que, después de escuchar a todos los testigos, hablará.

En este juicio el hilo se cortará por lo más fino. Sólo Andrada y Morales pueden ser juzgados y, eventualmente, recibir alguna condena. Como pasó cuando quien se sentó en este mismo banquillo fue el médico “trucho” Ignacio Martín, si hay sospecha de responsabilidades de funcionarios o dirigentes políticos más encumbrados será otro fiscal y otro tribunal quienes deberán investigarlo. ¿Lo harán?

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