¿Qué es la verdad en una época que ha aprendido a sospechar de ella? ¿Qué valor conserva una palabra dicha con honestidad, si lo que prevalece no es la evidencia, sino el impacto emocional que genera? Hoy, en la Argentina, lo que debería ser el suelo firme del debate público se ha transformado en un terreno movedizo, dominado por la espectacularización de la política y el clima enrarecido de la posverdad que contamina incluso las instituciones democráticas.
Ricardo Darín, el ministro de Economía Luis Caputo y una docena de empanadas, ¿una anécdota más del folklore político argentino? Ricardito no hizo un diagnóstico económico técnico ni un manifiesto ideológico; dijo algo simple, tal vez impreciso, pero cargado de sentido común. El contrapunto del ministro: una respuesta llena de desprecio, que prefirió ironizar con un “las empanadas no valen eso” antes que asumir el trasfondo real de la observación. Ese gesto —responder con sorna a una figura pública y eludir el deber de rendir cuentas en el Congreso— es mucho más que un desliz comunicacional. Es la confirmación de un estilo de poder que ha resignado el compromiso con la verdad y ha abrazado plenamente la lógica de la posverdad.
Transitamos una época en la que la veracidad de una afirmación importa menos que su impacto emocional. Se ha instalado una lógica donde los hechos objetivos se diluyen, y la política se transforma en un escenario de lucha simbólica, en el que los adversarios no se eligen por su peso real, sino por su capacidad de polarizar. La verdad ya no vale por su contenido, sino por su potencial de convertirse en meme, en titular fugaz, en combustible para el aplauso inmediato de una burbuja digital.
Pero —aunque algunos parezcan sorprendidos— el problema no son las empanadas, sino el costo de vida y la fragilidad del tejido económico que atraviesa la sociedad argentina. Cuando el foco deja de estar en lo que se dice y se desplaza hacia quién lo dice, y desde qué supuesta trinchera ideológica lo hace, entramos de lleno en el territorio de la posverdad. La verdad pierde relevancia frente a la necesidad de ubicar al otro en un bando; ya no se debate el contenido, sino la pertenencia.
En medio de este clima, se impone otro fenómeno inquietante: la autocensura. Cuando incluso una figura como Ricardo Darín —respetada, sin militancia partidaria, con un capital simbólico propio— es blanco de ataques feroces por un comentario menor, ¿qué puede esperar un docente que denuncia condiciones precarias o un jubilado que trabajó toda su vida y cobra miserias? ¿Cuántas voces elegirán callar, no por falta de convicción, sino por temor a convertirse en objetivo de una caza simbólica en redes o en medios alineados al poder? Ya no hacen falta decretos ni censores oficiales. Hoy, la censura opera a través de mecanismos más sutiles y eficaces: la presión social, el escarnio público, la amenaza latente de ser etiquetado, deslegitimado o ridiculizado. En tiempos de posverdad, donde los afectos importan más que los argumentos, disentir puede ser leído como provocación. Y esa lógica no solo desincentiva el pensamiento crítico, también reduce el debate público a un juego de lealtades emocionales.
Decir la verdad, en este contexto, no es solo un acto político, es también un acto ético. Porque cuando el relato se impone sobre los hechos y la palabra se desvincula de lo real, nombrar lo que sucede —sin adornos ni eufemismos— se vuelve un gesto subversivo. Darín, sin quererlo, ocupó ese lugar. Su frase no fue ni estratégica ni militante, fue simplemente sincera, y eso bastó para incomodar. Como diría Michel Foucault, ejercer la parresía —el decir veraz, honesto, aunque duela o moleste al poder— siempre conlleva un riesgo. En tiempos como estos, decir la verdad no solo es incómodo, puede ser leído como un acto de confrontación. Y el castigo no tarda en llegar, no por lo que se dice, sino por atreverse a decirlo sin permiso.
¿Pero sabe una cosa, señor presidente? El país real no está en los sets de televisión ni en los cruces de redes sociales. Está en los comedores comunitarios que se sostienen con esfuerzo, en las aulas donde los docentes enseñan con salarios que no alcanzan, en los hospitales que resisten pese al desfinanciamiento. En esas trincheras silenciosas también hay Darines anónimos que, sin cámaras ni micrófonos, se atreven a decir lo evidente: que la situación es grave, que el ajuste duele y que la democracia no puede reducirse a una puesta en escena. Porque cuando la verdad se margina del debate público, no solo se empobrece el discurso, sino que se debilita la democracia misma.

Quiero dejar solo aplausos para Romina Mazzieri, a quien no conozco y, también, confieso que por primera vez leí: Por su claridad, su estricta lectura de la realidad política, más allá de la subjetividad que, inevitable y necesariamente, todos tenemos cuando expresamos nuestra opinión por el medio que sea.