
“Niño bien nacido”. El escueto mensaje enviado desde Alamogordo llegó a las manos del Presidente Harry Truman. Era la confirmación de que las pruebas nucleares en lo que iba a ser una bomba atómica habían sido exitosas. Automáticamente, el Presidente Truman exigió públicamente a Japón la “rendición incondicional”, de lo contrario iban a padecer los efectos de un arma cuyas consecuencias serían impredecibles.
Harry Truman, un mediocre político de Missouri que fue rechazado en su intento de integrar el Ku Klux Klan (sí, como se lee), llegó a Presidente luego de ser electo como el cuarto Vicepresidente de Franklin Delano Roosevelt, quien asumió el 20 de Enero de 1945 y murió pocas semanas después.

Truman enfrenta una situación económica delicada en el país, y esencialmente sospechaba que el Emperador japonés, Hirohito, buscaba algún tipo de acuerdo con la Unión Soviética para evitar la rendición incondicional, exigencia que la Casa Blanca había planteado. La cuestión era que para Japón, “rendición incondicional” podría implicar la eliminación del Emperador, situación que no estaban dispuestos a aceptar, pese a saber que la guerra estaba perdida.
La “Advertencia de Truman a Japón” se refiere a la Declaración de Potsdam, emitida por el presidente norteamericano el 26 de Julio de 1945. En ella, se exigía la rendición incondicional de Japón, amenazando con una “destrucción inmediata y total” si no se cumplía. Esta advertencia se produjo tras la exitosa prueba de la bomba atómica. Enterado Truman de las conversaciones entre Moscú y Tokio, en las que Japón aceptaba la rendición pero bajo la condición de mantener a Hirohito en el poder, Truman decidió hacer gala del poder norteamericano y ordenó arrojar la bomba atómica (“Little Boy”) sobre territorio japonés.

A las 8:15 de la mañana del 6 de Agosto de 1945, la ciudad japonesa de Hiroshima fue devastada por la primera bomba atómica utilizada como arma de guerra. La bomba fue lanzada desde el bombardero B29 «Enola Gay» de la Fuerza Aérea norteamericana y explotó a unos 550 metros sobre la ciudad. Al liberar el equivalente a unos 12,5 kilotones de TNT, la bomba redujo a cenizas 13 kilómetros cuadrados del centro de la ciudad y causó la muerte de aproximadamente 120.000 personas en los primeros cuatro días posteriores a la explosión. Muchas murieron instantáneamente por la explosión, mientras que otras fallecieron posteriormente por quemaduras y radiación.

Tres días después, justo después de las 11 de la mañana del 9 de Agosto, una segunda bomba atómica, apodada “Fat Man”, explotó sobre la ciudad de Nagasaki. Aunque fue incluso más potente que “Little Boy”, la destrucción causada por esta bomba fue menor que la de Hiroshima debido a las características del terreno (el objetivo original había sido la ciudad de Kokura, pero el B29 que transportaba la bomba había sido desviado a Nagasaki debido a la densa nubosidad). No obstante, más de 5 kilómetros cuadrados de la ciudad quedaron pulverizados y unas 73.000 personas murieron. Truman dijo que fue “el día más feliz de su vida”.
Como obvia consecuencia, el Japón se rindió, aunque las potencias triunfadoras permitieron la pervivencia del Emperador Hirohito en su trono. Los vencedores impusieron una nueva Constitución, exigieron que en el futuro las Fuerzas Armadas de Japón no fueran ofensivas sino meramente defensivas, y una serie de condicionamientos políticos.

Paradojas de la historia: Japón se convirtió probablemente en uno de los principales aliados de su verdugo atómico, Estados Unidos, en el sudeste asiático, se transformó en una potencia económica y participa junto a tropas norteamericanas periódicamente de ejercicios militares con una obsesión en común: China.
Pero más allá de lo que sucedió con la política y la economía luego de la Segunda Guerra, el objetivo de esta columna es señalar la doble vara, la doble moral internacional, que jamás planteó el hecho del criminal ataque a la población civil por parte de Estados Unidos y sus dos bombas atómicas. Más de doscientas mil personas no combatientes murieron, y sus consecuencias inclusive se padecen en muchas personas al día de hoy.
La sociedad internacional ha logrado construir organizaciones que, como la ONU, pudieron evitar nuevas conflagraciones globales. Pero ese mismo sistema surgido por decisión de los vencedores de 1945, estableció también un mundo donde cinco Estados -y sus circunstanciales amigos, aliados o conveniencias-, tienen absoluta impunidad para lo que se les ocurra.

Ochenta años después, se siguen viendo crímenes de guerra impunes, y un mundo donde paradójicamente es más seguro para la vida ser militar que ser civil. Hoy, los amigos de los “garantes del Orden, la Paz y la Seguridad internacionales”, hacen y deshacen a su antojo. De nada sirven los gritos de quienes, como lo que se pretende desde este espacio, claman por Justicia Global sin impunidad, pues allí donde existe la mayor responsabilidad no puede -ni debe- existir la mayor impunidad.
Pasaron ochenta años; junto a los recuerdos de escasos sobrevivientes y de Organizaciones de Derechos Humanos, hay un coro silenciado e ignorado que clama por igualdad, justicia, solidaridad y dignidad para vivir. Ese coro, que sólo sirve -parecería- para legitimar el decisionismo de autócratas disfrazados de demócratas, se llama Género Humano. Aunque parezca mentira, la letra del libro “El Miedo a la Libertad” de Erich Fromm parece escrito para este momento del Siglo XXI.
