Colombia y Haití: razones diferentes, dolores similares

Se escuchan encendidas críticas contra la estructura llamada “Estado”; se oye decir “¡vengo a destruir al Estado, que es un monstruo que no deja vivir al emprendedor!”. Pero resulta que las cosas no son tan poéticas como quieren plantear aquellos que se llenan la boca mencionando a una señora que no conocen, la Señora Libertad.

Es que cuando se aboga por el ataque a una estructura de la que salen las normas de convivencia y que procuran garantizar -aunque muchas veces sin éxito- pautas mínimas para la integración social y las mejoras en las condiciones de vida, lo único que se obtiene como resultado es la victoria de quienes, con violencia expresa o simbólica, condenan a los que menos tienen a una sobrevivencia bajo permanente amenaza.

Haití es uno de esos casos. En la capital Puerto Príncipe se han aliado bandas armadas traficadas en gran parte desde Estados Unidos, que controlan el 85% de la ciudad, según la ONU. Un número creciente de personas huye de la capital en busca de seguridad en otros lugares del país, según la Organización Internacional de las Migraciones. Informa “La Vanguardia” de España que “Una cifra récord de 1,3 millones de personas se han visto obligadas a abandonar sus hogares en Haití debido al aumento de la violencia armada en los últimos seis meses, según la agencia de la ONU para las migraciones. Detrás de estas cifras hay muchísimas personas cuyo sufrimiento es inmensurable: niños, madres, ancianos, muchos de ellos obligados a huir de sus hogares en múltiples ocasiones (…) y que ahora viven en condiciones que no son ni seguras ni sostenibles”.

El mundo se olvidó de Haití. Probablemente porque no hay un Elon Musk que quiera financiar proyectos como la descabellada idea de Trump de “limpiar” Gaza para construir un “balcón del Mediterráneo”; tal vez porque no hay petróleo; o simplemente porque ya no hay a quién venderle proyectos de defensa o de inversiones. Pero en definitiva, se sigue tratando de seres humanos que no eligieron esa vida ni ese sufrimiento. Y no existe noción de Estado, pues impera el “estado de naturaleza” de Hobbes, donde la ley, el Estado, son sencillamente las bandas armadas que en nada proponen mejorar la vida de quienes no pertenecen a sus negocios.

En Colombia, la cosa es algo diferente. Una democracia que no logra consolidarse gracias al juego de los dueños de la violencia (sean medios, narcos, paramilitares, terroristas o la violencia organizada). Debe decirse, también, que una sociedad acostumbrada a vivir en conflicto tras décadas de enfrentamientos con las guerrillas, hicieron que las FFAA sean vistas como la institución más importante del país, junto con la Iglesia Católica. Eso dio pie a que discursos tremendamente violentos de la derecha extrema prendieran en la gente. Caminar en Colombia es escuchar “hay que darles plomo a los guerrilleros”, cuando Santos primero y Petro después planteaban los acuerdos de paz.

Ahora, Gustavo Petro está llevando adelante una gestión plagada de conflictos con una oposición que no aparece abierta a sus propuestas -que fueron votadas y avaladas por la sociedad-, y medios que lo acorralan como “generador de violencia desde el discurso”. El Sábado 7 de Junio, un menor de edad disparó 7 balas de las que 3 dieron en el cuerpo del precandidato a Presidente por el Centro Democrático, el Senador Miguel Uribe Turbay. 48 horas después, atentados en dos departamentos de Colombia se llevaron 8 vidas y numerosos heridos.

Muchas hipótesis; un sector de la oposición que responde al ex Presidente Uribe Vélez -denunciado por graves violaciones a los DDHH-, responsabilizaron irresponsablemente al Gobierno de Uribe; éste respondió que “Los asesinos buscan que nos matemos entre nosotros, debilitar el Estado y avanzar sobre sus controles a la economía ilícita. Dentro de la junta del narcotráfico con asiento en Dubái y Colombia, están las personas que yo mostré con nombre propio al país”. En los últimos meses, el mandatario ha denunciado un plan para asesinarlo, y siempre apunta hacia un mismo actor: la “nueva junta del narcotráfico”. Se trata, en palabras del presidente colombiano, de una red criminal que dirige desde Emiratos Árabes Unidos los principales negocios ilegales de la cocaína en América Latina. El presidente ha insistido en que se trata de capos que controlan el crimen en Colombia bajo las órdenes de Julio Lozano Pirateque, alias Patricia, un esmeraldero que reside en el país árabe y es rival del fallecido zar Víctor Carranza.

La realidad es que bastó un respiro en la firme presencia del Estado ante la división creciente de una sociedad para que reaparecieran las viejas pesadillas de la inseguridad, que en lugar de unir al sector político para enfrentar al enemigo común, se separan generando un grave vacío en la institucionalidad.

Duele Haití; duele Colombia. En ambos casos, y por distintas razones, los pueblos vuelven a ser las víctimas de quienes, de alguna u otra manera, atacan o coadyuvan en debilitar a los Estados. Ojalá alguna vez se entienda que la ausencia del control estatal solamente termina beneficiando a los privilegiados, jamás al “de abajo”. Ojalá que, al igual que se achaca al mandatario colombiano, por estas pampas también se entienda que si desde el poder se insulta a la oposición, se la detiene sin órdenes judiciales, se la reprime, se acusa a legisladores, periodistas y jueces, siempre habrá alguien dispuesto a convertir las palabras en hechos. En Argentina ya se vio que es posible.

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