
El Presidente de los Estados Unidos, Donald Trump, ha hecho saber lo que era un secreto a voces: que merece el Nobel de la Paz por haber “detenido siete guerras”. Más allá de que el número de conflictos aparentemente detenidos por mérito de Trump es como mínimo exagerado, está claro que toda su actividad internacional parece buscar ese galardón. Y buscarlo como un fin en sí mismo, no como un merecido reconocimiento a labores de pacificación y de promoción de la Democracia y los Derechos Humanos.
Y de ahí la duda que se puede plantear (y que se expone en esta columna): ¿son solamente los méritos internacionales los que deben analizarse para otorgar el Nobel de la Paz? Más allá de que dicho premio no atraviesa el momento más respetado a partir de habérselo dado a personas como Obama o, anteriormente, Clinton o Henry Kissinger.
Está claro que Trump ha hecho fuertes presiones para que tanto India como Pakistán detuvieran el enfrentamiento del pasado Mayo. Pero tal vez el magnate de la Casa Blanca exageró un poco cuando declaró, el pasado 12 de Mayo, que “he evitado una mala guerra nuclear”. Cabría preguntarse si alguna guerra nuclear puede no ser “mala”. Lo real es que en ningún momento indios o pakistaníes amenazaron con profundizar las hostilidades; es más, ambas partes se cuidaron en que sus misiles no cayeran en zonas pobladas o en bases militares, sino en lo que ellos decían eran “refugios terroristas”.

Por otro lado, hay dos conflictos abiertos que en campaña electoral prometió cerrarlos “en un día” cuando llegara al Salón Oval: Rusia-Ucrania y Hamas-Israel. En ninguno de los dos casos puede decirse que tuvo éxito. En el primero de ellos, su posición ha venido variando al extremo de expresar públicamente que “Ucrania tiene la llave para la paz: debe renunciar a Crimea y a ingresar a la OTAN”. Esa declaración -de por sí grave-, premia a una Rusia que claramente ha violado el Derecho Internacional Público invadiendo un país soberano y pretendiendo que los territorios ocupados puedan ser anexados sin consecuencias.
La realidad es que Trump usa a Ucrania para castigar a una Europa que privilegió profundizar lazos comerciales con China y posponer los vínculos con Estados Unidos. En definitiva, el escenario europeo es, claramente, una suma de presiones (aranceles mediante) para obligar a Alemania, Francia, España y el Reino Unido a hacerse cargo de un conflicto que no crearon ni promovieron, al tiempo que los expone a una amenaza -a ojos europeos- de un Putin impune frente a la agresión.

En Israel, Trump ha venido variando también (vaya sorpresa) sus posiciones. De haber dicho que “Netanyahu debe limpiar (sic) Gaza y permitir a Estados Unidos convertirlo en el balcón del Mediterráneo para el mundo, pero sin gazatíes”, lo que fue poco menos que una luz verde para que el líder del Likud arremetiera tras el argumento -legítimo y válido- de combatir al terrorismo y recuperar a los rehenes, ahora pretende estar “triste y preocupado” por las muertes de niños y periodistas y los ataques a hospitales. Por otra parte, promueve reuniones internacionales y hace propuestas muchas veces contradictorias entre sí, haciendo que ni el propio Israel aparezca en condiciones de aceptarlas.
Y detrás del conflicto abierto con China, que llevó a la Casa Blanca a un enfrentamiento con Canadá y Dinamarca, se alza su política doméstica, marcada por una discursividad agresiva, amenazadora y violatoria de cuanta norma pueda atravesársele. Sus políticas de deportación de inmigrantes han sido en más de una ocasión cuestionadas por jueces y fiscales federales, pero la Corte Suprema -con una mayoría conservadora y cercana a sus posiciones-, terminó avalando la expulsión sin trámites judiciales. Detrás de estas políticas, comenzó una feroz campaña contra gobernadores demócratas, cuyo eje fue procurar desestabilizar al de California por “permitir el ingreso de delincuentes al país”. Luego, presentó un proyecto al Congreso para cambiar las circunscripciones uninominales que servirán para elegir diputados el año próximo, pensando en disminuir la representación opositora y ampliar el número de los republicanos, en un Congreso muchas veces esquivo ante sus políticas y proyectos.

Y ahora quiere impulsar la pena de muerte en la Capital del país para los hechos de homicidio, pidiéndole a los gobernadores que lo imiten, y así convertir a Estados Unidos en el país “más seguro del mundo”. Debe recordarse que más de dos mil guardias nacionales han tomado la Capital y detenido a miles de personas ante el aumento de delitos comunes. Cabe aclarar que en Washington la pena de muerte se dejó de aplicar hace 44 años, luego de prohibírsela y tras un Referéndum que confirmó su eliminación. Sin palabras.
Como bien rescata “La Vanguardia” de España, “Respondiendo a sus opositores, Trump ha repetido que él no es “un dictador”, aunque “algunas personas preferirían tener un dictador” si les asegura que “detendrá el crimen”, y él es “bueno respondiendo al crimen”. Son declaraciones similares a las que hizo el lunes, por primera vez en sus siete meses de mandato, normalizando la idea de un régimen autoritario en su país”.
En el medio de todo esto, envía barcos de guerra y submarinos nucleares al Caribe para -supuestamente- combatir a los cárteles narcos de Colombia, México y Venezuela. Pero, debe decirse, todo huele más a maniobra desestabilizadora de gobiernos críticos que a herramientas útiles para liberar nuestra América del flagelo del narcotráfico.
Si bien muchas veces la Academia Nobel ha sorprendido al mundo con sus designaciones -lo que no convertiría en una sorpresa histórica la designación de Trump para el galardón de la Paz-, hay otros que sí se esmeraron en aumentar el respeto por los Derechos Humanos, la promoción de la Democracia y militar el castigo a los violadores de normas internacionales. Pero todo es posible en un planeta que gira hacia la derecha extrema.
