
El Viernes 13 de Junio quedará señalado como el día en que dos viejos enemigos pasaron de las palabras a los hechos. Israel finalmente decidió emprender una acción militar para terminar con el programa nuclear de la República Islámica de Irán, sus vínculos con movimientos terroristas regionales y, si pudiera darse, generar las condiciones para el cambio del sistema político en Teherán.
No fue un arrebato de Netanyahu; hace mucho tiempo que las Fuerzas de Defensa Israelíes tenían el plan armado para atacar Irán. Faltaba el argumento, que llegó de varias vías. Una de ellas -probablemente la más creíble-, provino del OIEA, la Agencia de la ONU para la Energía Atómica. El argentino que la conduce declaró que “Irán está incumpliendo con los compromisos contraídos al firmar el Tratado de No Proliferación”. A ello se le sumó un informe del Mossad que reveló que Irán tendría uranio enriquecido en la cantidad suficiente como para producir entre seis y ocho bombas atómicas en pocas semanas más.
Trump y Netanyahu dialogaron. El primero le pidió al israelí que no obrara unilateralmente y que esperara el más que probable fracaso de la séptima ronda de conversaciones en Omán entre Washington y Teherán por el Programa Nuclear. La respuesta de Netanyahu no dejó lugar a dudas: “la supervivencia de Israel está en juego y no vamos a esperar autorización de Estados Unidos”. Lo único que logró Trump en esa conversación es el compromiso -momentáneo- de no buscar la eliminación física del líder espiritual iraní, el Ayatollah Alí Jamenei.

Dos días después, el Miércoles 11, el Secretario de Estado Marco Rubio pidió a todo el personal diplomático norteamericano de la región que retornara a Washington. El ataque tenía día y hora. Con las primeras luces del Viernes 13, drones que el Mossad había ubicado hacía tiempo en zonas desérticas iraníes despegaron y comenzaron a atacar posiciones militares de Irán, domicilio de jefes militares y lugares de reunión de científicos nucleares. Ante la sorpresa de Irán, luego vinieron varias oleadas de cientos de aviones con misiles que atacaron los centros nucleares, especialmente Natanz y Tabriz, aunque lo único que habrían logrado es interrumpir la alimentación eléctrica. Dichos complejos de enriquecimiento de uranio se encuentran bajo tierra.
Y en el medio de todo esto, se reunió el G-7 en Canadá, en una de cuyas resoluciones señaló a Irán como el mayor patrocinador global del terrorismo. ¿Hacía falta algo más para consolidar la decisión de destruir la estructura militar iraní?
Irán, muy golpeado, decidió responder lanzando misiles contra ciudades israelíes, varios de los cuales atravesaron el Domo de Hierro y generaron víctimas fatales. Pero Irán ha reconocido con mucha preocupación que su sistema militar y también el político está muy penetrado por la inteligencia israelí. Hoy, a esta altura del Siglo XXI, la guerra no queda exclusivamente en manos militares: es esencial la inteligencia, y pese que Irán es aparentemente más fuerte (en números) que Israel, el conocimiento que el Mossad tiene de los enemigos del país es determinante. Fue el Mossad el que persiguió y logró eliminar a los líderes de Hamas y Jizballah; fue el Mossad el que ubicó lugares, rutinas y horarios de los jefes militares y los principales científicos iraníes. En pocas horas, Irán había sufrido un golpe definitorio.
Sí, Irán podrá lanzar los misiles que aún le quedan; podrá jugar con la alternativa de cortar el Estrecho de Ormuz. Pero se arriesga a que la OTAN deje de mirar de afuera para pasar a atacar junto con Israel, en un escenario que los aliados de Irán temen. Ni China ni Rusia desean que el conflicto crezca ni que se involucren Estados Unidos o Pakistán y la India. China, porque necesita la energía que le suministra Irán (petróleo y gas), y porque además su exitoso desafío a Washington en el ámbito comercial fue construido precisamente en un contexto de paz y libres negociaciones. Rusia, porque tendría que atender dos frentes simultáneamente, cuando ya le está costando definir el principal (Ucrania), y además no desea que Estados Unidos vuelva a reclamar protagonismo en una región voluntariamente abandonada en la época de Barack Obama.

Pero para la mayoría de los países árabes -y para Turquía también-, que Israel haga el “trabajo sucio” de reducir a escombros la amenaza que desde 1979 significaba Irán para la estabilidad de la región, es algo que no festejarán públicamente pero sí en privado. Jamás se sintieron cómodos con ese vecino persa y shiíta, mientras que la mayoría son árabes y sunnitas. Como si fuera poco, la Turquía de Erdogan está volviendo a asumir lentamente el liderazgo del mundo islámico en la región. El silencio egipcio es llamativo.
¿Hasta dónde querrá llegar Israel? Imposible saberlo. Si Netanyahu comenzó esta guerra, seguramente no se detendrá hasta estar bien seguro de que el programa nuclear iraní quedó enterrado, y que ese país dejó de ser una amenaza para la seguridad israelí. Casi como lo que decidió frente a Hamas, grupo al que no podrá derrotar pero que insufla a las Fuerzas de Defensa los argumentos para seguir con la masacre en ese lugar.
En el medio, las sobreactuaciones: como la del Presidente Milei, quien luego de compararse con Moisés en su discurso en la Knesset (parlamento) israelí, declaró a quien quisiera escucharlo que “Argentina apoya a Israel en su guerra contra los terroristas y quienes los apoyan y sostienen”. Es de esperar que esta sobreactuación no genere consecuencias en el ámbito de ONU cuando se trate de continuar reclamando los derechos argentinos sobre Malvinas. Aunque tal vez ese tema no le interese demasiado al Gobierno argentino actual.
